Dueña de una trayectoria de dimensiones abrumadora y de éxito casi siempre multitudinario a lo largo de cinco décadas y media, Barbra Streisand no necesita ya demostrar nada y si, a sus 76 años, decide recluirse en un estudio de grabación es porque considera que tiene algo que decirnos. Tal parece el empeño de este “Walls”, disco de miras elevadas, producción rutilante y temática sombría, por cuanto parece empañado por las incertidumbres sociales de la era Trump y demás atrocidades contemporáneas. Queda de entrada la esperanza de que, aun salvando una distancia sideral, nos encontramos con el equivalente a ese canto a la gravedad, el ocaso y la recapitulación que eran las “American recordings” del último Johnny Cash, pero no llega a ser el caso. En primer lugar, porque la neoyorquina conserva una voz arrolladora, sin apenas desgastes ni áreas de difícil acceso, lo que a veces, paradójicamente, puede restringir el margen de conmoción. Y a renglón seguido, porque la Streisand apenas renuncia a los grandes ropajes ni los oropeles, lo que produce una cierta colisión entre significante y significado. En este periodo de incertidumbres, sí es seguro, por ejemplo, que el mundo no necesitaba otra versión con arreglo de cuerdas de “Imagine”, aunque sea intercalada con el “What a wonderful world” de Louis Armstrong (hasta puede que peor así). Hay alguna pieza exquisita, como el delicado tema central o esa “What’s on my mind” conducida por la guitarra acústica; incluso una versión sofisticada de “What the world needs now” (Burt Bacharach) por la que se cuelan de modo poco perceptible Michael McDonald o Babyface. Pero queda el temor de que Barbra, tan fiel a sí misma y los suyos, no se atreva a poner más allá de la punta de los dedos fuera de la zona de control.

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