Hay un punto de rabia y encabronamiento, de furia más o menos contenida (y en ocasiones explícita), que le sienta bien a este quinteto madrileño. Y que se plasma ya en su misma portada, inquietante y sanguinolenta, de cabeza envuelta en un paño como símbolo, supongamos, de conciencias secuestradas, de observadores a los que se les impide otear el horizonte, suponiendo que tal cosa aún exista. Carlos, Lucas, José, Luis y Serch llevan ya sus buenos seis o siete años trasteando por los recovecos de la ciudad, se estrenaron en 2016 con un primer zarpazo autoeditado (“Búmeran”) y ejercieron de representantes ibéricos en esa locura maravillosa que es el Sziget de Budapest, un festival que ocupa una isla completa y convoca cada mes de agosto, en sus treinta y tantos escenarios, a más de 400.000 chavales con ganas de exudar adrenalina. Pero hemos regresado a Madrid y la ausencia de perspectivas se refleja ya desde la primera andanada, “Te quiero enfermo”, uno de esos ejemplos en que baile y frenesí sirven como cataplasmas frente a las angustias y los sinsentidos. Frente a la vida, por resumir el concepto. Vuelve a producir el ubicuo y siempre estimulante Manuel Cabezalí (Havalina), encargado de sacarle punta al duelo encabritado entre los dos guitarristas eléctricos, Lucas Triguero y José Ramírez. Y canta, hasta que sangre, Carlos Ortega, un tipo enérgico, con personalidad y arrestos. La primera tarjeta de presentación, “Bioluminiscencia”, es espléndida: épica y grandilocuente, pero también melódica, como una adaptación “indie” y recrudecida del universo de Izal. Hay hueco para lo tórrido (“40 grados”) y lo enrabietado (“Tierra de Palmer”) en un álbum que deja todas las puertas abiertas e invita al rearme. Apretemos los puños, porque Beluga sabe que vuelve a haber motivos.

 

 

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