¿Es para tanto Billie Eilish? ¿Está justificado el revuelo que parece rodear todo cuanto acontece en las últimas semanas en torno a esta jovencita californiana de aspecto muy poco cándido? La respuesta es rotundamente afirmativa, y nada parece haber de malo en que así sea. A Billie le adjudicaremos el titular objetivamente histórico de haberse convertido en la primera ocupante del número 1 en las listas estadounidenses nacida ya en el siglo XXI, un dato impactante que dentro de unos años nutrirá nuestras tertulias y hasta los trivia domésticos. Pero lo más apasionante es que lo ha conseguido con un disco, si no adulto, sí de gran aplomo: riquísimo, poliédrico y fascinante por momentos, muy alejado de las chiquillerías que podríamos atribuirle a una chavala a la que aún le quedan algunos añitos de abstemia obligada con la ley estadounidense en la mano. Eilish bebe del r’n’b de nueva generación, como una Lauryn Hill post-millenial a la que, en realidad, ya le sobran casi todas las etiquetas y categorías al uso. Porque la teórica sensualidad asociada al género queda en ella transmutada en ronroneo musitado: hipnótico en la oscurísima Bury a friend y memorable en el caso de Bad guy, uno de los zambombazos de la temporada con sus bajos de ultratumba y ese leit motiv endiablado y terriblemente contagioso en progresión de semitonos. Pero es que en el mismo disco también encuentran hueco episodios como 8, un octavo corte que parece una esquelética maqueta a la manera del pop de dormitorio, o la mucho más clásica y excepcional I love you, donde nuestra protagonista anhela, sufre, se desnuda y desangra en una interpretación ejemplar. Lo cierto es que esta muchachita consigue que Ariana Grande nos parezca ya una pantalla superada en el juego del pop empoderado; y Madonna, un antecedente remotísimo. Pase lo que pase a partir de ahora, bravo por ella.

 

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