Cuesta creer que el hombre de plateadas sienes que asoma por la portada es el mismo que en los años ochenta lideró la canción más política y contestataria en la era del tatcherismo y que en el tránsito de siglo embarcó a los ya ilustrísimos Wilco en la aventura de poner música a una colección de poemas de Woody Guthrie para los dos volúmenes de Mermaid avenue. Han pasado los años, han sobrevenido las canas y no se encuentra el bardo londinense en el momento vital de recordar en la madera de su guitarra aquella consigna célebre, “Esta máquina mata fascistas”.

 

Qué va. Ahora toca dirigir la mirada hacia el interior, asumir dudas y fragilidades, subrayar el lado sensible aunque ello implique sobreponerse al pudor.

 

El cambio de registro no es ya que le siente bien a Stephen William Bragg, sino que en muchos momentos se antoja adorable. Hay un poso tristón ahora en su garganta, una pátina de gravidad que le hace ganar cuerpo al timbre de la voz y que a ratos (Should have seen it coming, Reflections on the mirth of creativity) puede traernos a la memoria a Brad Roberts, el canadiense aquel que lideraba los olvidados y encantadores Crash Test Dummies. Bragg se ha vuelto remiso a la hora de visitar el estudio de grabación, así que esta docena de nuevas composiciones inspira alborozo, aun bajo su poso de melancolía. Porque la colección es clásica, entrañable, quintaesencial y, en última instancia, adictiva. Y sirva como paradigma Good days and bad days, que parece un calco de la dylanita The times they are a-changin hasta que levanta el vuelo con uno de esos estribillos enfáticos, para corear todos abrazados.

 

No cabe duda de que The million things… es el autorretrato de un hombre de 63 primaveras que afronta el vértigo vital como buenamente se puede, que contempla el paso del tiempo y la certeza de la mortalidad con un regusto grave que la puñetera pandemia no ha hecho sino agigantar. El tono puede ser más folkie y bucólico (Freedom doesn’t come for free) o deliciosamente eléctrico, como en la adictiva Mid-century modern, pero Billy se haya inmerso en la mirada interior. Y no le importa especificar una entrega en toda regla del testigo. Ahora os toca plantar batalla a vosotros, parece decirle a la generación joven. Comenzando por su hijo, Jack Valero: el chaval aporta segundas voces aquí y guitarras eléctricas allá, pero sobre todo comparte autoría en el único tema que no está firmado solo por Bragg, el trascendental y conclusivo Ten mysterious photos that can’t be explained.

 

Hay futuro, parece la conclusión. Aunque escueza el presente. Y produzca intenso vértigo mirar hacia el cada vez más remoto pasado. Gracias, Bill.

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