Los discos de ruptura han acabado convirtiéndose en una tradición, casi un subgénero en sí mismo. Y, aunque suene un poco cruel, resulta tentador como oyentes pensar en que los grandes autores debían atravesar serios quebrantos sentimentales varias veces a lo largo de sus años en activo. Chris Isaak no había necesitado graves tormentos, que sepamos, para grabar una ristra de discos ejemplares. Pero el alma malherida le condujo en 1995 a este brutal ejercicio de sinceridad, a exorcizar sus demonios afectivos a la vista de nuestros ojos. Y, sobre todo, de nuestros oídos: un regalazo.

Hay algo de autoafirmación en este Chris de orgullo lastimado, un evidente tú-te-lo-pierdes en ese caparazón del cochazo y las gafas oscuras, en la jactancia de retratarse radiante, guapetón y sin camiseta en el interior. Pero la música que le inspiran las espinas del desamor es brutal. El aullido de súplica en Don’t leave me on my own, que podría bendecir Roy Orbison; la ternura temblorosa de Things go wrong o Somebody’s crying, donde su timbre de voz a ratos puede confundirse con el de John David Souther; la actualización del legado de Presley para Graduation day. Y, evidentemente, esa apertura monumental que era Baby did a bad bad thing, lección poderosísima de rango vocal (de la casi ronquera al agudo penetrante), vuelcos dinámicos y una guitarra para enmarcar.

Cuesta imaginar una carta más desolada que Forever blue, un tema central –en todos los sentidos, porque se coloca justo en el ecuador de los 13 cortes– que simboliza todo el aire compungido de la ruptura. Es contención pura, escozor reconcentrado. Pero Isaak también puede convertir su banda en furia desatada para Goin’ nowhere, enésima demostración durante todo el álbum de que Kenney Dale Johnson es una bendición rotunda con las baquetas entre las manos. Y así se van (d)escribiendo, línea a línea y como una ristra de arañazos, las consecuencias del destrozo, el parte de una guerra perdida de antemano. No hay manera de que la otra parte escuche las súplicas (Changed your mind), así que solo queda constatar, en la última de las 13 epístolas, el carpetazo definitivo (The end of everything). Al firmante seguro que se le han pasado, tantos años después, las penas. Queda en cambio para la historia un cancionero fabuloso y un testimonio en carne viva.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *