Eg White y Alice Temple dieron forma a uno de los dúos más efímeros y misteriosos, pero también fascinantes, que se nos vienen a la memoria en la historia reciente del pop británico. Su álbum de debut fue también el disco de despedida: de hecho, estos 24 años de hambre son ahora difíciles de encontrar, incluso en el ecosistema digital. Habrá que hacer algo por preservarlos en la memoria: los recordábamos mágicos en su momento, cuando dejaron huella a los pocos que acertamos a prestarles atención; pero hoy siguen sonando como un pequeño milagro.
El banderín de enganche fue Indian, un sencillo estratosférico, prodigio de sensibilidad vulnerable, de emoción a fuego lento y con ambas voces entrelazándose de manera temblorosa. Aquel gritito indio de apertura, que no transmitía fiereza sino una infinita ternura, rozó la condición de one hit wonder. Pero no llegó ni a eso. Uno y otra eran reacios a las actuaciones en directo y su pop preciosista, con algún aditamento de electrónica afable, se apartaba de cualquier corriente al uso en aquel momento. Puede que también en los posteriores. Fueron una anomalía. Una rareza. Un accidente, en cualquier caso, maravilloso.
Llegaron por sorpresa y se esfumaron sin hacer ruido. Eg había sido integrante, créanselo, de una boy band, Brother Beyond, a la que produjeron en un primer momento los ubicuos Stock-Aitken-Waterman. Su hermano David era otro de los cuatro integrantes de aquel proyecto, atípico incluso en su teórico formato prefabricado: Eg miraba más en dirección al universo Motown que a, digamos, Rick Astley. La experiencia previa de Alice, que merodeaba por el universo de los clubes londinenses, era inexistente. 24 years… se fraguó en la cocina de Eg White, en su apartamento de Notting Hill. Compusieron juntos, se produjeron por su cuenta, invitaron a pocos colaboradores que les echaran una mano. Desprendían una química brutal. No se sabía dónde finalizaba la huella de uno y tomaba altura el talento del otro. Se fotografiaron en blanco y negro, como no podía ser de otra manera. Y dejaron un reguero de maravillas: Rockets, Doesn’t mean that much to me, And I have seen myself. A veces es imposible no maldecir su evanescencia, pero los misterios son así.
Yo lo disfruté mucho en su momento y lo sigo disfrutando. En breve lo incluiré en mi podcast, hago una sección llamada discos revisitados y ahí pongo un cachito de cada canción e intento traducir letras y contar lo poco que sé de cada uno de ellos. He llegado aquí precisamente mientras me estoy documentando. Un abrazo.
Qué bien. Los caminos de internet son inescrutables… 🙂 Gracias por escribir y comentar, y muchos éxitos con ese podcast, Jordi
¡Gracias! Por cierto, EG ha colaborado con centenares de artistas y estoy alucinando al descubrir que está detrás de canciones que he escuchado infinidad de veces y yo sin saberlo: Florence & The Machine, Kylie Minogue, Celine Dion, Adele, James Morrison, Sam Smith y un largo etc.
Un abrazo 😉
Por algún motivo esquivo, es el disco que escucho todas las mañanas de Año Nuevo. Creo, empero, que el tesoro se mantiene inmaculado precisamente por lo efímero de la propuesta y, aunque aún busco nuevas referencias de sus autores (nunca sé con qué esperanza ridícula), puedo adivinar que la fórmula mágica solo daba para un único hechizo y que así está bien, al fin y al cabo: disfrutamos de una joya pop.
Qué curiosa tu elección de Año Nuevo, Carlos. Y qué buena 🙂
Gracias por esta reseña. Yo soy de esas pocas que disfrutó de esta maravilla y de la belleza misteriosa de los dos.
Qué alegría leerte, Victoria. Era un disco delicioso que se difuminó en el olvido. Buena cosa es recuperarlo.