Flamingo Tours es una de esas formaciones alérgicas a la catalogación sencilla. El quinteto está radicado en Barcelona, pero nadie sería capaz de intuir su adscripción geográfica con la sola escucha de este álbum, que alterna español e inglés con absoluta naturalidad y desparpajo, ajena a los debates lingüísticos. Myriam Swanson, barcelonesa del 78, canta en lo que le pide el cuerpo; es decir, en lo que le da la real gana. Y el resto del quinteto quema con ella las llantas sobre el asfalto de una carretera polvorienta, secundaria y trepidante. Porque estas “Bestias salvajes” hacen honor a su nombre y enseñan una dentadura afiladísima con ese rock chulesco y fronterizo. Tan grasiento como orondo y glorioso.

 

Podrían haber nacido en la ribera del Misisipi, pero también del lago Michigan. Y terminaron orillándose a las aguas del Mediterráneo. Desconcertarán a algunos por eso, por la musculatura sureña y la contundencia de un quinteto de trayectoria intermitente y popularidad aún restringida que se comporta como esa máquina de matar que sugiere la portada: una escopeta agarrada como si de una Stratocaster se tratase. El tema inaugural y titular es magnífico, pero no tan turbio como The bad seed ni tan trepidante como Lonely hearts club. Los siete primeros cortes son en lengua inglesa, con la sola y memorable excepción de Llevaba tiempo muerto, un delirio sardónico que demuestra cómo los chicos y chicas malotes pueden alardear también de sentido del humor.

 

Quienes hayan vivido felices en los discos de Eilen Jewel, perla campestre casi más apreciada por tierras ibéricas que americanas, sentirán el calambre y la electricidad con Wild beasts…, un disco de contundencia asombrosa, inesperada. Conducida por el pulso acelerado del contrabajista Joan Vigo, pero coloreada siempre con el saxo crepitante de Artem Zhulyev, el hombre de las luengas barbas canas. Estas 13 canciones llegaron al casillero en el ultimísimo suspiro del ya extinto 2021, lo que las deja descolocadas temporalmente en las clasificaciones anuales. Pero su aroma a mesón y rockabilly, a bourbon y mala vida, es inconfundible: piensen en La pistolera y enamórense, como tantas veces sucede, de la mala de la película.

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