Llevamos oyendo hablar de Álvaro Lafuente no menos de cuatro años, cuando el interesado apenas había alcanzado su segunda década de vida. Ya por entonces el boca a oreja entre la chavalería coetánea propiciaba llenazos insólitos por las salas madrileñas de la canción de autor, como aquellas dos noches sucesivas de junio en la Galileo Galilei que se saldaron con llenos apoteósicos y las principales discográficas pugnando por incluirle en sus catálogos. La abrumadora acogida de temas como El conticinio o Guantanamera, grabadas de manera artesanal y difundidas desde la más radical independencia, ha multiplicado la expectación ante este debut oficial en formato de larga duración, bendecido ya por una multinacional y con el ilustre (e impredecible) Raül Refree en tareas de productor.

 

Todo apunta en la mejor de las direcciones, pero, ojo, La cantera es un disco más desconcertante que arrollador en su capacidad de seducción. Nunca Guitarrica había sido tan osado a la hora de acentuar sus singularidades; nunca tan poético ni experimental, tan ajeno al formato de la canción dulce, directa y sin aditivos.

 

Refree habrá ejercido de inductor, sin duda, pero es Álvaro quien asume con todas las consecuencias la decisión de colocarse en el filo del abismo. Agudiza la formulación más agónica en su manera de entonar, exacerbando esa peculiaridad hasta hacerla extrema y hasta incómoda. Deja rienda suelta a Raül para que incluya efectos, ecos, interferencias, distorsiones para la incertidumbre y el desasosiego. Compone todas y cada una de las 14 canciones con el evidente empeño de sonar a tradición pura, a música folclórica recogida entre el paisanaje de mayor edad de Las Cuevas del Cañart, ese minúsculo pueblito del Maestrazgo turolense que ha convertido en emblema y cuartel general. Pero no: todo lo que escuchamos es cosa suya. Y todo ello, sin haber soplado aún las velas de su vigésimo quinto aniversario.

 

La cantera apela a eso, a la tradición más remota y sedimentada, al apelativo cariñoso con el que los viejos del lugar se refieren a la muchachada, cada vez menos nutrida, cuando se la cruzan por las calles o por las eras. Álvaro se vuelve un chico frágil, hermoso, diferente; inquietante en su propia ambigüedad y en la disyuntiva entre la modernidad y esa raíz que horada con fuerza la tierra que pisa, mima y alimenta. Bello hasta en la forma, sutil y nada estruendosa, de salir del armario y añadir su condición de referente LGTBI a esa imparable lista de méritos.

 

Nada encaja con lo que pudiéramos imaginar, porque Guitarrica va muy a su aire. Y hace bien en comportarse así, desde luego: en estos tiempos clónicos y prefabricados, nada tan admirable como el verso suelto. La algarabía, que no tiene nada de jacarandosa, comienza aflamencada e incluye las voces invitadas de unas Tanxugueiras que parecen cantar desde una remota cueva marina. Mil y una noches parece apelar a la jarana y la seducción de altas horas, pero tiene más de trance sintetizado que de llamada sicalíptica. Seguramente porque el espíritu atormentado de Chavela Vargas gravita sobre la obra de este chaval que podría ser su bisnieto.

 

Tal vez en algún despacho hayan carraspeado al conocer La cantera, que parece remitir más a James Blake y sus misterios electrónicos (A carta cabal) que a un ídolo juvenil. Ya mi mamá me decía demuestra el apego de Lafuente por la chacarera argentina y Caballito sería en circunstancias normales una rumbita instantánea, pero aquí se torna enigmática, envuelta en efectos intrigantes, percusiones amortiguadas, filigranas de contemporaneidad minimalista. Nos quedamos con un disco de audacia aguda, el equivalente folkie a lo que Los Ángeles, de Rosalía, supuso para el flamenco también bajo la supervisión de Refree. Porque nunca una jota había sonado remotamente similar a como suena La Filipina, ni Andalucía y México se habían entrelazado como en Vidalita del mar. Y, desde luego, no sabíamos de muchachuelos de veintipocos capaces de concebir versos como estos: “Un escalofrío como kilovatio / en las multitudes y en los lucernarios”.

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