Pocas cosas le sientan mejor al cuerpo que una buena sesión de reggae. Del bueno, insistimos, que en estos ámbitos acaban proliferando siempre los sucedáneos, los músicos postizos, los émulos que, más que de oficio, actúan de oídas. No es el caso, desde luego, de Inna de Yard, proyecto en el que confluyen abundantes canas e infinidad de trienios, pero que supone una lección de vitalidad y un tratado de música luminosa pese a que, por estas cosas de la maldita biología, el álbum esté dedicado a dos intérpretes que fallecieron durante la grabación. Resultaría aquí sencillo pensar en un Buena Vista Social Club del género jamaicano, una analogía que debe resultar elogiosa para todas las partes. Porque aquí se trata, sobre todo, de recopilar sapiencias, compartirlas y difundirlas, para lo que Stony Hill, una colina en las estribaciones de Kingston, se convirtió en base de operaciones mientras la cámara de Peter Webber lo registraba todo de cara a un documental homónimo, Inna de Yard, que habrá que ver sí o sí. Cada pieza cuenta con un invitado de postín (The Viceroys, Cedric Myton, Derajan, Winston McAnuff) y, como tantas otras veces en el reggae, tan fascinante como el material propio es la capacidad de estos músicos para traducir a su lenguaje piezas de otras procedencias, a veces lejanas. El ejemplo más maravilloso lo encontramos aquí en If you love me, célebre pieza de Edith Piaf (escúchensela a la irlandesa Maura O’Connell, por el amor de Dios) que Kiddus I hace suya para abrir el trabajo de forma inmejorable. Everything I own, el clásico de David Gates (¿alguien recuerda la discografía en solitario del líder de Bread?), vuelve a aguas caribeñas por gentileza de Ken Boothe, como ya sucediera años atrás con la célebre versión de Boy George. Y mayor aún es la sorpresa con la aproximación del propio Boothe a Speak softly love, la página de Nino Rota. Inna de Yard se erige así en un pasatiempo delicioso; un disco que, pese a quienes ven en el reggae un género reiterativo de tan pautado, transcurre en un suspiro.