Jorge Pardo alcanzó este invierno pasado el emblemático umbral de los 65 años, circunstancia que cuesta creer no solo por la frescura apabullante que brota de sus labios, sino por la sensación de que el paso de las hojas del calendario le hace cada vez más audaz y posmoderno, en lugar de enrocarse en postulados que ya gozaran de un abrazo recurrente. Jazz sketches no es solo un álbum emotivo y pletórico, sino rabiosamente contemporáneo. Un caleidoscopio sonoro de quien tiene tanta música en la cabeza como para negarse a transitar por una única dirección.

 

Lo de Pardo, vamos a decirlo así, es poliamor en estado puro. La gestación del aplaudido documental Trance (Emilio Belmonte, 2021) le llevó una temporada a Brooklyn, estancia de la que van brotando las músicas de este trabajo, articulado en torno a solo cinco piezas de gran extensión, casi todas por encima de los 10 minutos. Y es justo en los dos capítulos más prolongados, Otro sueño y, sobre todo, Rara belleza, donde surgen momentos de una catarsis memorable, de creación libérrima y desatada. El trance prometido se hace verdad, y no solo etiqueta, en esos solos desbocados, a tumba abierta.

 

Pardo nació musicalmente en el seno de Dolores y sentó las bases de su magisterio en aquellos primeros álbumes para Nuevos Medios, desde Las cigarras son quizá sordas a Veloz hacia su sino, que definirían para siempre las claves de la intersección entre el jazz y el flamenco. Tres décadas más tarde, su dominio de ambos lenguajes ya no es ambivalente, sino sencillamente simbiótico. Y en Trance sketches asienta, de paso, su familiaridad con los aderezos electrónicos, siempre sutiles y comedidos, pero esenciales a la hora de europeizar y revolucionar (nuevamente) el sonido.

 

Todo ello nos coloca a Pardo no ya veloz hacia una posición de trascendencia incontestable. Cada vez toca mejor en términos ortodoxos, pero, al tiempo, hay aquí mucho de ruptura, de incumplimiento incluso de las normas de la afinación. Y ese lenguaje trastocado se vuelve excitante sin necesidad de resultar inabordable. Porque Jorge sabe abrazar a oyentes muy dispares, volverse transversal en espacios, tiempos y generaciones. Hay aquí casi una hora de música para refrendarlo, y estos teóricos fragmentos terminan dando forma a un pantagruélico festín.

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