Joseph Shabason escribe música para detener el tiempo o, cuando menos, para ralentizarlo. Por eso podríamos proponer este The fellowship como una de las mejores bandas sonoras que nos viene ofreciendo 2021 para el arte del ensimismamiento. Todo transcurre al ralentí durante estos 39 minutos de universos sin palabras. Todo encierra muchos más misterios de los que esta suerte de microcosmos, en una primera aproximación, aparenta. No merecerá grandes titulares esta entrega, seguramente. Los merece, pero no los necesita. La suya es, más bien, una vocación de silencio.

 

Shabason es un saxofonista de Toronto cuyo acercamiento al jazz contemporáneo es tan minimalista, sutil y parco que en ocasiones se queda más cerca de la música clásica puesta al día. La presencia de su instrumento principal es callada, queda, a años luz de cualquier atisbo de virtuosismo y mucho más cerca de, pongamos por caso, una banda sonora de Mark Isham. Lo suyo es jazz para sensibilidades vecinas a la new age, y, de hecho, The fellowship se concibe como una autobiografía sin palabras sobre el devenir espiritual y religioso del autor, sometido a las contradicciones de un entorno peculiar: sus padres son judíos ortodoxos que, en un momento de crisis de fe, decidieron integrarse en una comunidad islámica denominada, precisamente, The Fellowship.

 

Extraer conclusiones argumentales a partir de músicas sin palabras requiere, como es lógico, de las explicaciones que nos pueda ir deslizando su firmante. Pero The fellowship transita por un ecosistema de sintetizadores, marimbas digitales y flautas de pan para evocar los misterios, inquietudes y entusiasmos. Hay tránsitos por el desasosiego, claro, como en la casi aterradora Escape from North York, pero también exotismo y angustia atonal en 15, la brillante pieza central de una especie de suite en tres movimientos (13, 15, 19) sobre el siempre complejo tránsito por la adolescencia.

 

Al final, el viaje sónico de este canadiense complejo y extraordinariamente evocador recala en dos escalas decisivas, The fellowship y So long, que reflejan una personalidad compleja y sagaz, muy merecedora de seguimiento. La primera nos traslada, quizás, hasta un patio de juegos en la infancia y es particularmente bella. La segunda, de sonidos amplios y parsimoniosos, como el final de una road movie a cámara lenta, hace las veces de final abierto. El metal con sordina nos recuerda aquí a Isham más que nunca. Puede que Joseph haya orillado los complejos y las culpas de una visión religiosa estricta. Y lo mejor de haberlo conseguido a tiempo es que le queda todavía mucho camino por recorrer.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *