El azar (y el amor, el más perfecto de sus sinónimos) quiso que Josh Rouse se mudara desde Nebraska a la costa mediterránea hace ya tres lustros, una especie de fichaje inesperado e insólito que, de tan normalizado ya, seguramente no apreciemos en su justa medida. Y en todo este tiempo, más allá de algún altibajo tan inevitable como poco relevante, el autor de Love vibration no ha dejado de hilvanar canciones maravillosas con una apariencia de sencillez apabullante. Going places incide en esa técnica casi mágica, la del coser y cantar. Transmite no solo felicidad, sino placidez, y eso que pone fin a un paréntesis inusualmente extenso para su autor (cuatro años desde Love in the modern age, uno menos si contabilizamos el trabajo posterior de villancicos de autoría propia) y que lidia con el inevitable colapso coronavírico y su zozobra consustancial.

 

Pero nada como 10 canciones, 10, lindas y radiantes como soles para sacudirnos la congoja de encima.

 

Going places es un refrendo tan redundante en la excelencia de Rouse como autor que corremos el riesgo de no darle la importancia que merece. No es ambicioso ni estrafalario, no incluye ocurrencias ni hallazgos, no hay colaboraciones rutilantes ni estrategias virales. Hay solo música, músicos, ejemplos colosales de esos ritmos medios que a pocos le salen con tan aplastante elocuencia como a él. Hay confesiones a media voz, metales tenues (Apple of my eye), sintetizadores aflautados (Waiting on the blue) y hasta un amago de maneras hawaianas en She’s in L.A., seguramente el sencillo menos evidente en la trayectoria de un autor al que seguimos percibiendo como un muchacho. Aunque este año (recuerden el título de su elepe culminante: 1972) es aquel en el que celebra su medio siglo de vida.

 

Y así, con la perspectiva de lo vivido, con la certeza de que los años de mayor trascendencia internacional (los de 1972 y el no menos enorme Nashville) seguramente no vuelven, con la tranquilidad de espíritu de quien ha aprendido a esquivar las miserias y ruidades de la vida más contemporánea, Going places transcurre con maneras de bálsamo. Rouse es ese tipo de amigo al que el glamour le importa un pimiento, pero que invita a ser estrujado con un fuerte abrazo. A volver a embelesarse con sus personajes excepcionales en su cotidianidad (The lonely postman), con la belleza desnuda (Indian summer). Y, por supuesto, con el pop pluscuamperfecto que pocos practican como él, y que aquí reedita al menos en las enormes Hollow moon y City dog. Fueron solo cinco trabajos en la mítica Rykodisc y ya va por el noveno de marchamo levantino. Merecemos quedárnoslo para siempre.

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