Es la tercera. Y, perdón por el lugar común, tenía que ir la vencida. Ha llegado el momento de la emancipación para León Benavente, una banda que pareció nacer casi por accidente, aprovechando los ratos muertos en las giras, y ha acabado erigiéndose en un gigante indiscutible. Bien por ellos, sin duda. Los chicos han tenido que decirle ya adiós a su mentor, Nacho Vegas (no se puede combatir a la vez en dos frentes tan poderosos), son cada vez menos circunstanciales y más minuciosos, y ofrecen todo el aspecto de remar con fuerza en la misma dirección: si por momentos alguien pudo haberlos visto como el grupo de acompañamiento de Abraham Boba, parece ahora más evidente que nunca el modelo colegiado con el que se rigen. Por eso, esta tercera entrega cuenta como mínimo con el aval de ser la más plural y variada de la colección: después de un debut colosal y un segundo capítulo manifiestamente timorato, que parecía confeccionado con las sobras y moldes de su antecesor, aquí hay mayor diversidad, cambios de óptica temática y sonora, empeño por multiplicar enfoques y estímulos. Incluso surge por vez primera un título para el álbum, aunque la elección resulte un tanto dudosa: en su ambigüedad entre la admonición y el desbarajuste (festivo o patológico), eso de Vamos a volvernos locos pasaría por un disco inédito de los Hombres G en los años ochenta. Pero esta no deja de ser una objeción anecdótica, sin duda. Lo importante, desde Cuatro monos, es corroborar que Abraham se siente cada vez en más cómodo en el papel de voz principal (ha ganado, y mucho, en calidez y empaque), mientras su faceta de cronista afilado, cáustico y acre, inmerso en un mundo demente y la incómoda crisis de los cuarenta, le coloca en una postura de referente generacional. Hay, vuelve a haber, incursiones en una visión lúbrica, instintiva y sicalíptica del amor (Amo, con la gran Eva Amaral) y otras aportaciones muy interesantes de la escena femenina (María Arnal, en Como la piedra que flota), pero las colaboraciones solo sirven como complemento circunstancial, no como señuelo. La sustancia proviene de la pluma leonina, capaz de ponerle vitriolo a un asunto tan trivial como una resaca (Ayer salí), pero que en la decisiva La canción del daño ahonda en las paradojas e incongruencias de nuestro modernísimo mundo. Puede que sea la mejor página del cuarteto, que además se adentra en ella en un universo más melódico de lo habitual, un ritmo medio que no parece tan obsesionado por el enloquecimiento del patio de butacas en la próxima gira. Por lo demás, la colisión entre guitarras rupestres, oleadas de pop sintetizado a lo New Order y estrofas ocasionalmente recitadas vuelve a causar estragos. Permanezcan atentos a los garitos, teatros, pabellones y demás escenarios: arrasarán.

 

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