A estas alturas, pensar en Luísa Sobral solo como la hermana de Salvador Sobral, el muchacho que conquistó el festival de Eurovisión para Portugal hace un par de temporadas, sería de una miopía pavorosa. No hay necesidad de establecer escalafones familiares, desde luego, pero al menos hasta el día de hoy ella sería la jefaza y él, un aspirante bien colocado. “Rosa” es un trabajo de autoridad serena, una filigrana finísima que conviene paladear como un paréntesis, como un refugio cálido frente a la intemperie. El título parece una referencia obvia a la belleza delicada de la flor, un binomio que encaja bien con estas canciones: hermosas, sutiles, susurradas, de una fragilidad a ratos conmovedora. Sobral restringe a valores mínimos la percusión para eludir el golpe y anteponer durante todo el álbum la caricia, aun pese al riesgo (que existe, pero se sortea) de linealidad, de monotonía. Con un pie en la canción tradicional portuguesa y otro en el Brasil de Caetano Veloso, Luísa juega la baza de una instrumentación poco convencional en estas lides: los metales (fliscorno, trompa, tuba) colorean aquí y allá, empezando ya por el tema de apertura (“Nádia”), mientras que “Dois namorados” juega con los metalófonos, la preciosa “Benjamim” se construye a partir de un motivo de dos notas y “Só um beijo”, inevitable dúo junto a Salvador, parte de unos viejos teclados Rhodes. Nuestro Raül Refree vuelve a ser culpable, en la mejor de las acepciones, en esta expresión sonora de la femenina desnudez: como con Sílvia Pérez Cruz y Rosalía, ya se sabe, pero aquí quizá más desde la trinchera. Interviniendo, casi sin que nos demos cuenta, para que cada pétalo disfrute del realce merecido.