El tiempo comienza a pesarnos sobre nuestras espaldas al reparar en que una banda a la que teníamos por joven y radiante, y a la que hemos seguido desde que tomó sus primerísimas bocanadas de aire, supera ya los tres lustros de existencia y se nos presenta con el noveno elepé bajo el brazo. Y tal es el caso de Mando Diao, salvo que fallen las cuentas, lo bastante repasadas como para que podamos darlas por válidas. El quinteto sueco simbolizaba el descaro roquero con remite escandinavo, la garra y el descaro desde un pueblito al que muy pocos sabrían colocar en el mapa. Tenían encanto, como sus paisanos de The Hives; una habilidad endiablada para el estribillo, mucho sudor en las camisetas cuando se enfrentaban al público y un contrato con una multinacional que les garantizó una exposición de privilegio. Todo marchó bien hasta Give me fire (2009), con algunos sencillos endemoniadamente efectivos, y una doble entrega desenchufada en la MTV (Unplugged: Above & beyond, 2010) que suponía todo un despliegue de encantos y cualidades. Pero el aire electrónico de Infruset (2012) era un perfecto despropósito que ahuyentó a todos, seguidores y grandes discográficas, por lo que este último tramo de la historia tiene algo de reinicio o, como dirían los neoparlantes, de reseteo. Y Bang, alejado ya de los focos deslumbrantes y las grandes operaciones de mercadotecnia, se agarra a la más importante de las esencias: la canción. Fulgurante, rabiosa, inmediata y con pellizco. Sin grandes rodeos, porque aquí se comprimen diez títulos en apenas 32 minutos, como si los de Borlänge (apenas 50.000 habitantes) acabaran de graduarse en un cursillo acelerado de síntesis. Y de eso trata Bang, ya desde su propio título: de los disparos certeros, de los dardos que enfilan hacia el centro de la diana. Los chicos de Björn Dixgärd comprimen un catálogo de riffs seleccionados por su aire decidido y corrosivo, bordeando si hace falta la altanería. No hay respiros ni dobleces; por no haber, casi no hay distancia entre los cortes. Que van de la inmediatez encantadora de One last fire al aire turbio de Society, más cercano, por decirlo de manera gráfica, a los Doors que a los Kinks. Y que desafía al sector más puritano de la audiencia con los garbeos nuevamente intrascendentes de Long long wayDon’t tell me, pop para desgañitarse. Son las dos excepciones, sin duda más pensadas para la frecuencia modulada, de un disco que no concede resuello y se vuelve encantador por su propia ternura salvaje. De eso sigue yendo la historia; ahora con menos ínfulas, quizás, pero con más ganas de no dar un solo guitarrazo en falso.

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