Es difícil conservar en el tintero ingredientes dignos de interés a la altura de un disco número 13, tres décadas largas después de un debut en circunstancias muy diferentes: los felices y despreocupados años ochenta, la ebullición de las edades jóvenes, el respaldo de una multinacional como Sony. Todo aparentemente ha ido a peor desde entonces, pero Mary Chapin Carpenter ha ganado en serenidad y hondura, en un sedimento emocional como muy pocas veces puede percibirse cuando colocamos un disco en la bandeja del lector. The dirt and the stars acentúa sin ambages ese poso. Es un álbum de canciones extensas (sus 11 títulos se prolongan durante casi una hora) en el que abundan los tiempos medios y las baladas indisimuladamente lentas. Pero inmersos en los seis minutos y pico de Nocturne, por ejemplo, acabamos reparando en que ese vals de la vieja amiga Mary podría seguir acunándonos hasta el amanecer.

 

La vida, en los últimos álbumes de Carpenter, es un asunto peliagudo. La suciedad y las estrellas, obra hermosa ya desde su mismo título, incrementa esa apuesta por la media voz, las confidencias, la asunción profunda y reflexiva de nuestras propias debilidades y la condición efímera del ser humano. Hay hueco ocasionalmente para las guitarras eléctricas, en particular con Secret keepers (una melodía de brillo instantáneo, cortesía de la casa) y en American stooge, donde brota la huella inesperada de J.J. Cale. Pero la emoción interior, la fragilidad, la sabiduría humilde que otorgan los años acaban predominando en el menú. Ahí está el caso de It’s OK to be sad, otra canción brillantísima de título elocuente: empaticemos con el otro y no nos torturemos a nosotros mismos.

 

Merece la pena asomarse a las letras e historias de MCC, verdaderas lecciones vitales en cápsulas de retraimiento acústico. La gran madrina del country-folk volvió a escribir sus nuevas composiciones en su granja de Virginia, pero esta vez quiso llevarse a su productor, el ilustre Ethan Johns (con el que repite tras Sometimes just the sky, de 2018), hasta los estudios Real World de Peter Gabriel. Allí se grabaron estas 11 perlas en vivo, y la calidez del sonido lo atestigua: a veces podemos imaginarnos embelesados frente a los ejecutantes, sentados en el suelo y disfrutando de las caricias de la mandolina en Everybody’s got something. O reflexionando sobre la historia final de Carpenter en el tema que da título al álbum, casi ocho minutos en los que relata, como una epifanía, el día en que, viajando con 17 años a bordo de un coche, escuchó por vez primera Wild horses, de los Rolling Stones.

 

Y es verdad. La vida, en último extremo, es eso: un momento de brillo estelar en mitad de la irrelevancia cotidiana.

 

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