Los guitarristas tuaregs comienzan a gozar de predicamento a muchos miles de kilómetros de las dunas y arenas que los abrazan. Convertidos Tinariwen en fenómeno mundial y Tamikrest o Terakaft en hermanos menores con amplio predicamento, Mdou Moctar es el siguiente nombre que debemos memorizar de inmediato. Porque la electricidad que es capaz de generar este zurdo y espigadísimo guitarrista de Níger resulta aquí, en su gran consagración internacional (debuta para el sello Matador, el mismo de Perfume Genius, Interpol o Belle and Sebastian), absolutamente fascinante.

 

A sus 35 años, este genio autodidacta de Agadez no encaja al milímetro con la idea preconcebida que podamos manejar sobre el blues saharaui. En Afrique victime están, sin duda, ese pálpito pasmoso, las notas mordientes y nerviosas que se clavan como puñaladas, pero la aproximación al género no es tan ortodoxa como visceral. Esa manera de manejar las repeticiones rítmicas y de entrecortar los fraseos resulta  lisérgica pero no canónica, como si Mdou quisiera multiplicar el alcance de ese espíritu libérrimo que define a los nómadas admirables de su estirpe. Que no teman los neófitos: el blues del desierto acaba filtrándosenos por cada poro de la epidermis, en un proceso de contagio irreversible pero fascinante. Un goce absoluto.

 

No mucho tiempo atrás, Mdou ya había despuntado con una versión desértica de Purple rain, de Prince, y las conexiones con Jimi Hendrix o la psicodelia siguen aflorándole con la misma naturalidad que las enseñanzas de los ancestros. Los siete minutos y pico del tema central, de hecho, se erigen aquí en su Lluvia púrpura bautismal, una lección salvaje de imaginación y vértigo guitarrístico. Que tiemble Santana, puesto que ni Prince ni Jimi moran entre nosotros: un nómada que se construyó él mismo su primera y precaria guitarra en pleno desierto opta ahora al cetro.

 

Las clásicas estructuras tradicionales de llamada y respuesta (Asdikte akal) presiden un repertorio fascinante, un chute de vitalidad en vena. Pero la guitarra acústica tampoco le es ajena a Moctar, que en la bellísima Tala tannam genera una sensación de intimidad y sosiego casi religioso o se aproxima a la balada hipnótica con Layla (nada que ver con el clásico de Clapton). Afrique victime oscila entre las llamadas al amor y a la sublevación frente a las tiranías que asolan el canto negro. Y no, no necesitamos aquí un doctorado en músicas del mundo. Sería del todo razonable pensar, por lo pronto, que Keith Richards ya se estará escuchando este vinilo con el mayor empeño.

 

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