Hay discos tan extraordinariamente brillantes que se merecen un disfrute pausado y concienzudo a partir de un ejemplar físico. De todas las flores nos sirve hoy como botón de muestra paradigmático al respecto. Lleva en circulación por las plataformas desde el último trimestre del calendario ya vencido, pero ahora nos merecemos disfrutarlo con todos los honores. Es una obra manufacturada despacio, muy despacio, y tan a conciencia que cada detalle que va sucediéndose en ella adquiere una dimensión trascendente. El resultado hemos de incorporarlo a la nómina de grandes discos históricos sobre rupturas y quebrantos sentimentales. Pudiera parecer una afirmación pomposa, pero conviene llamar a las cosas por su nombre. Aquí no hay circunloquio que valga.

 

Ha estado embarcada entre medias en proyectos de recuperación del acervo musical mexicano, homenajes a Agustín Lara o repasos al folclore latinoamericano, pero este De todas las flores que ahora nos ocupa supone la reaparición de la Natalia Lafourcade autora tras siete años de silencio, si reparamos en que el emblemático Desde la raíz se remonta ya a 2015. Por eso es tan relevante este trabajo; por eso las cosas suceden en él de manera tan cadenciosa, con el poso de la trascendencia. Por eso hay que desconectar de todo lo demás para caer en sus brazos, en sus casi 70 minutos de emoción honda, poderosa y a la vez contenida. Sin aderezos ni aspavientos, pero tan profunda como una herida sin cicatrizar.

 

Por todo ello, por esa relevancia minuciosa, el tema inaugural (Vine solita) echa a andar con una introducción de minuto y medio a cargo de un cuarteto de cuerda, casi a la manera de un preludio clásico. Al cabo, Natalia acaricia su guitarra acústica para elevar un canto que es mitad llanto y mitad oración: “A este mundo vine solita / Solita me voy a morir”. Es solo el primero de los escalofríos. Llegarán mucho más. Porque este no es un trabajo desde la raíz, sino desde las mismísimas entrañas. Una obra que duele y conmueve a partes iguales. Que refleja la vida y afronta la muerte; la biológica y también, de paso, esa muerte en vida que tantas veces representa el desamor.

 

Importan mucho los espacios, la holgura temporal, los silencios. Estas 12 canciones no se conforman con la excelencia propia, sino que generan un ecosistema, un microclima emocional. Se trata de una hechicería en toda regla, así que conviene subrayar el nombre de los máximos culpables. Al menos de los tres más involucrados en la faena: el inquieto Adan Jodorowsky, en tiempos también Adanowski, en facetas de coproductor; el inconfundible guitarrista Marc Ribot, que solo se involucra en episodios trascendentales, y ese niñito veracruzano de 20 años que responde al nombre de Emiliano Dorantes y que no sabemos de qué extraño planeta aterrizó: a duras penas se nos ocurren apenas terrícolas que puedan ejercer como pianista y director musical a esa edad y con esa prestancia.

 

Y así se suceden los episodios, de manera cadenciosa, triste y elegantísima, con todo el poso de lo que fue llamado a perdurar. Compone Lafourcade con la profundidad e inteligencia de una viejita prodigiosa y muy sabia, por más que su carnet nos insista en que ni siquiera alcanzó a cumplir la primavera número 40. Desliza boleros eternos, baladas descarnadas, cumbias, sones y sambas. Se acerca a la bossa con Caminar bonito, y acaba encallando en la amargura para la lindísima y desolada Que te vaya bonito Nicolás, que sirve como estación términi de este viaje jalonado de lágrimas y arañazos. Tremendo todo, en la mejor de las acepciones.

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