Aquel vivaracho jovencito de Liverpool que a los 25 años, habiendo conquistado ya el mundo, se imaginó enclenque a los 64 y disfrutando de su jubilación en la plácida isla de Wight, anda ya por las 76 primaveras y sigue publicando canciones. Bendito él. Nuestro caballero, ya lo habrán adivinado, responde al nombre de Paul McCartney. Y su nueva criatura discográfica, Egypt Station, constituye el título número 23 (o más, según se cuente) de su historial en solitario, ese que emprendió nada más materializarse en 1970 el traumático divorcio de los Beatles. La nueva entrega de sir Paul, que ve la luz este viernes, incluye 16 títulos –prepárense para casi una hora de disfrute- y deja una cosa muy clara: al viejo mago de la melodía no le interesa tanto la nostalgia como la vigencia.
El autor más célebre del siglo XX, el hombre que un día se levantó de la cama con la canción más popular de la historia (Yesterday) en la cabeza, sigue en activo. Y mucho. Egypt Station es una obra extensa, ambiciosa, hija de su tiempo y no de la beatlemanía. Macca asume que transita por el otoño de la vida, pero ni renuncia a los viejos sueños (People Want Peace) ni se muerde la lengua: los siete minutos de Despite Repeated Warnings, una suite que por estructura puede recordar a la venerada cara B de Abbey Road, le sirve para lanzar severos dardos contra Trump o el Brexit.
La comparación con las grandes vacas sagradas de su generación revela una diferencia abismal en cuanto a biorritmos. Dylan, el hombre que conquistó para el rock su primer Nobel de Literatura, lleva cinco discos dedicados al cancionero de Sinatra. Los Stones tardaron 11 años en grabar su elepé más reciente, una mera colección de clásicos de blues. A Roger Waters (Pink Floyd) le llevó un cuarto de siglo entregar un nuevo álbum de rock. Van Morrison ha publicado tres trabajos consecutivos, pero nutridos casi por completo de versiones. En contraposición, McCartney es capaz de marcarse un single muy contagioso, FourFiveSeconds, junto a luminarias contemporáneas como Rihanna y Kanye West. Y ahora deleitar con una obra muy inspirada, que sugiere más un orgulloso golpe en la mesa que la página postrera de un septuagenario en retirada.
Alérgico a los automatismos y a las voces complacientes en la cabina de grabación, James Paul McCartney ha preferido encomendarle la producción de Egypt Station a Greg Kurstin (49 años), uno de esos geniecillos a sueldo capaz de moldear éxitos para Adele, Lana del Rey, Katy Perry o Foster The People. Su aliento se percibe en la irresistible Come On To Me, que exprime el tipo de acordes bombásticos que conocimos medio siglo atrás con Lady Madonna. O en la muy jovial y casi sicalíptica Fuh You, donde el venerado sir juega a que en el estribillo creamos escucharle “Fuck”. Pero el sello McCartney aflora también en una balada para piano tan hermosa como I Don’t Know. O incluso en Back in Brazil, el corte más impredecible del disco, donde el gran melodista se deja imbuir por una suerte de bossa nova electrónica.
La revista británica Mojo decretó que Egypt Station constituye la colección de canciones más portentosa de su autor desde los tiempos de Band on the Run (1973), el disco más emblemático de los Wings y acaso lo más cerca que Paul estuvo de igualar a los Beatles. Cuesta llegar tan lejos en el diagnóstico, sobre todo porque existen antecedentes como Flowers in the Dirt (1989) o el asombroso Chaos and Creation in the Backyard (2005), pero las alabanzas no son nada disparatadas.
Habiendo sido capaz de todo, con un repertorio que le asegura la inmortalidad en la memoria de docenas de generaciones, tendemos a minusvalorar a Macca; como si el suyo fuera un fenómeno común, un oficio rutinario. Pero si un jovencito imberbe de repente nos pusiera Confidante o Do it Now sobre la mesa, no nos quedaría más que emular a aquel mítico comentarista futbolístico argentino: “Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?”. Porque McCartney sueña con un otoño vital heroico, y a nosotros nos encantaría que todos sus noviembres se prolongaran durante una eternidad.

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