Muchos aún recordamos como una conmoción aquel anuncio en febrero de 2014 que certificaba la defunción de Berrogüetto, con mucha probabilidad la mejor formación que ha dejado la música folclórica gallega en toda su historia. El septeto vigués-compostelano extendió su magisterio a lo largo de 18 años, cinco álbumes en estudio y uno en directo, y al consuelo de su legado ya inamovible se ha ido sumando la proliferación de trabajos de quienes fueron sus integrantes. El vocalista Xabier Díaz ha resultado de lejos el más exitoso y prolífico (Guadi Galego, su antecesora, va por libre en territorios cada vez más afines al pop), el violinista Quim Farinha y el acordeonista Santi Cribeiro han encontrado acomodo en la superbanda Os d’Abaixo, el multiinstrumentista y genio disperso Anxo Pintos parece preferir por ahora el perfil bajo y esa luminaria en la sombra que siempre fue Quico Comesaña debuta ahora como artista en solitario, a los cincuenta y tantos, con un álbum enteramente instrumental, primoroso, delicadísimo y casi tan marcado por el ADN gallego como por el amor hacia el folk británico y, diremos más, el rock sinfónico.

 

Comesaña fue un firmante nada prolífico durante la etapa de Berrogüetto, pero el puñado de piezas que llevaban su nombre era soberbio; nada como recuperar la sensacional Astrea, de la que acabaría siendo su entrega definitiva (Kosmogonías, 2010), para intuir su visión panorámica y riquísima, afín a los compases irregulares y las estructuras progresivas de quien escuchó hasta la saciedad a King Crimson o a aquel Mike Oldfield en estado de gracia de Ommadawn (1975). Todo ese universo inspirador acaba eclosionando ahora en este Mãe, debut tardío pero fabuloso, obra de orfebrería muy fina en la que Comesaña ha reconcentrado toda la sabiduría acumulada durante décadas.

 

Mãe es un elepé solista en grado sumo, puesto que su máximo responsable, que con Berrogüetto y sus aventuras previas (Armeguín, Fía na Roca) había centrado los esfuerzos en el buzuki y el arpa céltica, incrementa el arsenal sonoro con docenas de percusiones y casi cualquier instrumento de cuerda que pasara por sus manos. Guitarras acústicas y también eléctricas, mandolinas, banjo, violonchelo y una larga colección de artefactos pasan por las manos de Comesaña, que apenas precisa de colaboración externa (el acordeón de Marcos Padrón, el violín de Carmen Gallego, el ocasional oboe de Guillermo Arévalo y las percusiones escuetas de Isaac Palacín, su viejo amigo de los berros) para culminar este disco personalísimo. Tanto que, pese a su complejidad minuciosa, no inspira tanto la sensación de obra ambiciosa como de autorretrato apasionado.

 

Ya hay algo, o bastante de universo progresivo en esa portada estelar, que puede recordar las de Yes, Asia o Journey. Y la propia estructura de la grabación deriva sin ninguna duda de los aprendizajes adquiridos por el Quico adolescente, aquel chaval que crecía entre discos de Jethro Tull, Genesis o King Crimson. Solo cuatro piezas, todas en torno a los 10 minutos, dan forma a Mãe, pero todas ellas se articulan a modo de suites, con cuatro o cinco movimientos que van encajando internamente hasta dar forma a la pieza madre (y nunca mejor dicho).

 

Clorofilia, la primera de las cuatro obras, arranca con la melodía para acordeón (Botánica) seguramente más hermosa y adictiva que ha creado Quico en toda su carrera. Es imposible no estremecerse durante todo su desarrollo; sobre todo, cuando la dobla el violín y genera pequeñas disonancias en torno a ella. E igual de inevitable es pensar que esa obra, en el repertorio de Berrogüetto, habría sido sencillamente grandiosa.

 

El arranque de Marea parece la obra de unos Pink Floyd acústicos con residencia temporal en Canterbury, pero puede que sea el único de los cuatro capítulos que no alcanza el sobresaliente. Poco que objetar, con todo; y menos aún cuando la melancolía evocadora y lindísima de Sapiens puede devolvernos a aquellos dulces años en que formaciones irlandesas como Nightnoise triunfaban por todo lo alto en los escenarios de la península ibérica.

 

Para el final queda el festín de Terranea, donde, ahí sí que sí, Quico se da el gustazo de homenajear a su querido Oldfield de manera muy explícita, rendida e indisimulada. Es Ommadawn el marco de referencia, tanto en los pasajes acústicos como, de forma clamorosa, cuando entra la guitarra eléctrica en la segunda parte. Pero es que las percusiones africanas del final parecen un calco de Amarok (1990), que no en vano ya se vio en su momento como un intento de Oldfield por darle a Ommadawn un hermanito pequeño.

 

Puede que Mãe no sea sencillo de llevar a escena y que la viabilidad comercial, en estos tiempos atropellados, de un elepé con cuatro piezas instrumentales extensas sea bastante dudosa. Pero estamos ante una obra soberbia, inteligentísima, culta, bella hasta extremos casi extenuantes. Quico Comesaña siempre ejerció de tapado en Berrogüetto, porque el carisma y las miradas recaían mayormente en Pintos, la voz principal (Galego o Díaz) e incluso el habilísimo guitarrista Guillerme Fernández. Pero muchos sabíamos que un prodigio como este tendría que acontecer, antes o después. Ha tardado en llegar, pero ha sucedido.

 

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