La suerte es, por propia naturaleza, caprichosa y sujeta al azar. Apunta en la dirección que le place, por mucho que nos esforcemos en inducirla. Es ese guiño de la diosa fortuna el que necesita el todavía poco difundido y conocido Rubén Jarque, un cantautor eléctrico (y ecléctico) no solo brillante, sino también humilde, sensible, enternecedor y hasta polifacético, a la vista de que el evocador dibujo de portada también es cosa suya. Días soleados es solo, por ahora, el segundo trabajo discográfico de un nombre habitual en las pequeñas salas madrileñas, desde el Intruso al Jazzville, pero con madera (es decir, con repertorio) como para más altas cotas. Es dueño de una voz frágil, quebradiza, con encanto, que no le deja muy lejos –en timbre, pero también en intención– de la trayectoria solista de Juan Ignacio Lapido. Y, como tantos otros en su generación, necesita expresarse, soltar lastre, dejarse oír: alcanzarnos con sus luces, sombras y fascinaciones. Lo expresa muy bien en Quise cantar (“Alguien vendrá a escuchar mi canto / alguien no muy distinto a mí”), uno de los mejores capítulos de los diez que integran esta colección sin grandes ambiciones pero con estupendas hechuras. Jarque es muy confesional, tanto que apenas solo abandona la primera persona para retratar a sus abuelos (La armonía perdida). Y no hay nada de malo en esa desnudez emocional, en la sensación de que, a falta de una biografía más sujeta a la convención, podemos conocer razonablemente bien a Rubén a través de estas canciones. Quien arribe en Fronteras o el himno-revulsivo Seguirás creciendo, siempre con teclados sugerentes y el temblor en la garganta, podrá llegar a conclusiones parecidas.

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