Rubén Pozo y Miguel Ángel Hernando pueden tener algo de pareja inopinada, pero no solo demuestran que encajan muy bien; también dejan claro que su alianza es coherente y hasta puede que con visos de duradera. Por ahora este parece un proyecto circunstancial, un feliz paréntesis en sus trayectorias en primera persona. Pero hay vasos comunicantes muy evidentes entre ellos, existe una química que les permite retroalimentarse y ponerse las pilas. Puede incluso que retarse, de manera inconsciente o no, a la hora de subir el listón de la exigencia, de saber que existe un juez cualificado al otro lado de la mesa (para dos) a la hora de presentar un tema nuevo.

 

La extraña pareja no lo es tanto, como decíamos, porque comparte los códigos del rock mordaz y, sobre todo, la complicidad de los desheredados. Nuestros protagonistas han conocido en ambos casos las mieles del éxito superlativo, o casi, uno como artífice de La Cabra Mecánica y el otro como la mitad teóricamente fundacional de Pereza. Los dos han perdido ese estatus comercial e incluso puede que hayan coincidido en una actitud puntualmente amarga y descreída, porque siempre se agradece más el aplauso que un olvido relativo. Pero este Mesa para dos, antecedido por un EP homónimo de seis títulos, es un revulsivo en toda regla. Y un estupendo ejercicio de democracia interna, porque Pozo y Lichis intercambian voces cantantes, autorías e inspiraciones hasta el punto de que no siempre son distinguibles de manera intuitiva. La excelente Nudo sur, por ejemplo, enteramente de Lichis pero parece inspirada por Rubén, impregnada de su imaginario costumbrista. Y a Rubén sí que le sospechamos detrás de Batiscafo verde, pero nos divierte su incursión en los parámetros del reggae.

 

La canción maldita es el título más stoniano y, en consecuencia, inequívocamente perezoso del lote, pero ya desde ese discurso desencantado (“Ese rock que me da tan poco dinero / tan lejos de la radiofórmula y del oyente medio / Nunca sonará en un ascensor”) queda claro que su autor no es Leiva. Rubén puede sonar altanero o escocido, pero el orgullo y el amor propio son legítimos, y el tema es estupendo. Igual que Trompas de Eustaquio: ambos superan seguramente las más altas cotas de su firmante en los tiempos de Aviones.

 

Lichis también se eleva muy por encima de la media del rock español con El hombre-orquesta, un medio tiempo excepcional, se arrima a los territorios de Quique González con Carta a mis catorce y reincide en esa hábil mirada al pop argentinizado con Juguetes rotos, esta escrita a cuatro manos. Curiosamente, puede que las dos piezas menos redondas sean las que nuestros protagonistas eligen como tarjeta de presentación, Rock de pueblo (Lichis) y Asco y vergüenza (Rubén). Pero también eso forma parte de sus códigos presentes: ir a su aire, escoger por su cuenta, acertar o equivocarse sin intermediarios. Hacen bien, qué demonios.

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