Ah, la precocidad. Qué sana pero inequívoca envidia. Sam Fender lo tiene todo para erigirse en uno de los grandes nuevos personajes del año. Todo, pero todo. En realidad, el nombre de este jovenzuelo de las afueras de Newcastle viene coleando desde hace un par de temporadas, cuando alumbró su primer sencillo, Dead boys, título explícito e inevitablemente recuperado para este rutilante debut. Por entonces sumaba 21 años; ahora, a los 23, casi lo encasillamos en las sacrosantas vitrinas de la madurez. Y no tiene nada de malo ni peyorativo: en su caso es sinónimo de precocidad y, sobre todo, de sabiduría con el lápiz y las guitarras entre las manos. Viene siendo habitual que a Fender se le catalogue como una especie de Bruce Springsteen en versión europea y para millenials, por aquello de su predisposición a la épica, los retratos de personajes anónimos de la clase media trabajadora y hasta las concesiones a un saxo que parece herencia directa de Clarence Clemons, como sucede con The borders, casi una reelaboración del universo de Dancing in the dark. Pero no podemos olvidar que a Sam lo descubrió el representante de Ben Howard, lo que entronca con su otra gran dimensión, la de autor de sus propias canciones. Claro que en misiles como estos podemos encontrar el eco de Tom Petty, pero ese perfil propenso a la épica convive con el de cancionista íntimo, como se advierte sobre todo en los últimos coletazos (Call me lover, por ejemplo) de este debut de relevancia muy elevada. Fender ha obtenido el premio de la crítica en los Brit Awards, como en su momento les sucediera a Sam Smith o Adele. El dato parece algo más que un indicio. Pero, suceda lo que suceda y llegue hasta donde alcance, este debut constituye una revelación. Disfrutémosla. Y, ante todo, tomemos buena nota. Detrás de esa cara bisoña y afilada hay, en efecto, un jovenzuelo de intensa vida interior; capaz incluso de evocar a uno de los más grandes, Jeff Buckley, llegados al punto de Leave fast.