¿De dónde demonios ha salido este muchacho que se hace llamar como el protagonista de “La flauta mágica”? Y, sobre todo, ¿cómo es posible salir del cascarón con 21 añitos y un primer disco de estas dimensiones? “Amir” es, con seguridad, uno de los grandes álbumes del año, y, con aún menos dudas, el mejor debut. No hace falta pasar del primer corte para constatarlo: “Habibi” es una conmoción, una exhibición deslumbrante, un crescendo emocional de cinco minutos largos que paraliza la sangre hasta desembocar en un estribillo en falsete sobrecogedor. Tamino es un chaval de sangre belga, libia y egipcia y recuerda inevitablemente a Jeff Buckley, lo que constituye un piropazo de por sí. A fin de cuentas, no olvidemos que el cantante favorito de Buckley era el paquistaní Nusrat Fateh Ali Khan, de manera que las conexiones entre oriente y occidente quedan en ambos casos avaladas. Algunos músicos de Oriente Medio –muchos, refugiados que huyeron de Siria e Irak  aportan instrumentación oriental en las piezas de corte más étnico, como las preciosas “So it goes” o “Each time”, pero todo “Amir” es de una belleza impactante, más allá de cualquier adscripción geográfica. El muchacho es nieto de un músico y actor egipcio célebre, Moharam Fouad, pero no basta la genética para explicar un álbum de esta envergadura. Aquí hay alma, corazón, tripa, tuétanos: todo. Y una confluencia así de elementos no es ni un poquito normal. Acercarse a “Indigo night”, por ejemplo (¡con Colin Greenwood, de Radiohead, al bajo!), supone asistir a uno de los tarareos más románticos y estremecedores del año. ¿Y qué decir de “Verses”, apenas una guitarra y un ropaje electrónico para la descomunal voz de este chiquillo? Tamino es, que diría el argentino aquel, nuestro barrilete cósmico de 2018.

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