Thom Yorke lleva toda la vida intentando diferenciarse de Radiohead en sus proyectos paralelos, pero nunca lo ha conseguido del todo. Menos aún en el caso de The Smile, el entretenimiento que se buscó con el guitarrista Jonny Greenwood para tiempos de pandemia y en el que terminaron también involucrando al travieso batería Tom Skinner, integrante de esos revolucionarios del jazz británico que son Sons of Kemet. A light for attracting attention podría pasar perfectamente por el nuevo trabajo de la banda madre, que lleva en hibernación discográfica desde A moon shaped pool (2016) y que se ha vuelto cada vez más impredecible e inescrutable en lo que se refiere a sus planes de futuro. Así, The Smile son Radiohead con más sintetizadores que guitarras y con algún arrebato de jazz libérrimo (Thin thing) que tampoco desentonaría en la formación original. Pero son –más allá de comparaciones inevitables– esa banda de todos los prodigios que, por pedigrí, esperaría cualquiera antes de desprecintar este debut.

 

Yorke y sus aliados han querido dar a este estreno vía libre en el universo digital con cuatro semanas de antelación, pero A light… es un asunto del suficiente calado como para pedir a gritos un hueco propio en la estantería. Y aquí está un artefacto enigmático e inquietante (The smoke, The same) para que Thom pueda desplegar a placer su catálogo de ayes y ronroneos, sus gemidos torturados al amparo de unos arpegios que, en el caso de la memorable Speech bubbles, nos retrotraen a la gloria de OK Computer pero con revestimiento de música de cámara. Algo muy grande.

 

Acostumbrados a los álbumes intrincados de Radiohead, la formulación de The Smile pasa por ser no instantánea, pero sí razonablemente accesible. Incluso con algunos momentos de acaloramiento que podrían levantar el ánimo a cualquiera, en particular la fulgurante You will never work in television again y la rotundísima We don’t know what tomorrow brings, acelerada bajo la batuta de un bajo que marca las corcheas con saña enfebrecida.

 

Que nadie se despiste, en cualquier caso. La angustia, consustancial a todo lo que pasa por la laringe de Yorke, aflora como rasgo recurrente durante estos casi 55 minutos, inmersos casi siempre en esa zozobra demoledora que inspira el mundo contemporáneo. Pero para aventarnos el ánimo siempre podemos reparar en Waving a white flag, construida en torno a un arpegio de sintetizador que cualquiera imaginaría en un álbum de los años gloriosos de Vangelis. O hallar consuelo en la planeante y meditabunda Open the floodgates, donde nada parece suceder hasta que nos descubrimos envueltos en su abrumador hechizo.

 

Y todo ello hasta desembocar en Free in the knowledge, el himno superlativo de esta obra seminal, la oración con la que seguir creyendo en Yorke y Greenwood como los grandes artífices de un universo más hermoso y respirable que el nuestro. Es una balada que podría poner boca abajo cualquier estadio y que la producción de Nigel Godrich hace más profunda e interior, casi ensimismada. E inolvidable.

 

 

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