Nos contaba Travis Birds no hace mucho que las suyas deben de ser canciones un poco raras, que a ella le salen de manera natural y las encuentra lógicas pero a los músicos les cuesta un buen rato asimilarlas y aprendérselas. En esa singularidad intuitiva radica gran parte del ingenio y del encanto de esta muchacha madrileña que logra, casi desde el primer compás, lo mejor que le puede suceder a un artista (y más si es joven): resultar inconfundible.
Los antecedentes han sido ya bastante difundidos, pero conviene no perderlos de vista. Un primer elepé que pasa más bien inadvertido; el espaldarazo de su presencia en el disco de homenaje a Sabina, donde sobresale entre docenas de vacas sagradas con una ingeniosa versión de 19 días y 500 versiones desde el punto de vista de la protagonista femenina, y el bendito refrendo audiovisual de que una canción suya, Coyotes, se erigiese en cabecera para la serie de Movistar + El embarcadero. Todo afortunado. Todo merecido. Y la sensación intensa de que este La costa de los mosquitos, demorado durante meses y ahora por fin en nuestras manos y oídos, tiene mucho de refrendo, de reválida. Si fuera así, hemos de apresurarnos a adelantar las calificaciones: Travis ha superado la prueba con creces.
A Birds le sienta muy bien esa voz arrastrada, rugosa, tan llena de pliegues que conviene recorrerla despacio, dejarse sorprender en cada doblez. Le ha salido un disco oscuro, turbio, inquietante. Y terriblemente sugerente. Incluso desconcertante en sus visiones oníricas, o tal vez insomnes (“Creo que soy Jesucristo / y nadie se está enterando / pero a mí me da lo mismo”, en Las cinco disonante). Capaz de hacernos colocar el contador a cero en cada uno de los 10 cortes, concebidos casi con vocación cinematográfico: son pequeñas historias de dolor y esperanza que se entrelazan como si de un enjambre de cortometrajes se tratase.
Travis acaba de incorporarse a la treintena, y eso se asemeja bastante a la madurez. Deja asomar sus ancestros granadinos cuando se vuelve medio coplera (Madre conciencia), cambia de marcha en mitad de una recta para incorporarse al carril de la rumba (Claroscuro), se las ingenia para erigirse en folclórica posmoderna, en una chavala de modales clásicos y travesura electrónica. Tan noctámbula y evocadora (Bolero para un trompeta, Acordes de jazz) como cualificada para la seducción (Lagarto rojo). A veces parece una Tom Waits femenina y de Leganés, a ratos una aprendiz de Radiohead, a menudo una alumna destacadísima de Robe Iniesta.
Para los anales, como mínimo, dos episodios: La vela, que ya sí es copla contemporánea sin ambages, y Tananana, ese dúo con otro genio de garganta turbulenta, el argentino Kevin Johansen, donde el amor se erige por una vez en una opción plausible. Los mosquitos son unos bichos antipatiquísimos, pero los picotazos de Travis Birds resultan extraordinariamente estimulantes. Obligan a permanecer alerta en cada nueva escucha, siempre distinta de la anterior. Y eso es de lo mejor que puede acontecernos con un disco entre las manos.