Harry McVeigh, Charles Cave y Jack Lawrence-Brown aún eran unos auténticos pipiolos cuando le reventaron la cabeza a medio mundo con To lose my life (2009). aquel debut tétrico, de oscuridad espesa y casi gótica, que presentaba como una de sus principales características la alusión a la muerte en todos y cada uno de sus diez cortes y encabezamientos. El trío londinense ya no es a estas alturas tan bisoño, obviamente, y podría incluir los argumentos existenciales entre sus obsesiones cotidianas, pero parece que la relación con la finitud de la vida ya no protagoniza todas y cada una de sus conversaciones. As I try not to fall apart hace ya su sexta entrega y, pese a que el título (Mientras intento no desmoronarme) no permite augurar un estallido de optimismo desaforado, incluye algunas de las piezas más sólidas, rotundas, contundentes y estimulantes que han registrado a lo largo de estos ya casi tres lustros. En particular Roll December, con su sonido de apisonadora y un insólito arrebato guitarrero final…, y la maravillosa As I try not to fall apart, donde estos apóstoles del post-punk demuestran que también pueden ser bailables, tarareables y hasta adictivos.

 

No, no pretendamos que las congojas más íntimas, consustanciales y trascendentales del ser humano se evaporen de un plumazo, como si las grandes revelaciones sobre el sentido de la vida estuvieran al alcance de cualquiera. White Lies sigue siendo un trío que opera bajo fondo oscuro, y esta nueva entrega se abre con Am I really going to die y va caracoleando por diversas temáticas hasta recalar en un doble epílogo con pocos resquicios para la luz, The end y There is no cure for it (este último, puro Echo & The Bunnymen(. Pero el tosco post-punk de los inicios se escora definitivamente aquí hace la grandiosidad de la new wave y el pop sintetizado que se estilaba hace cuatro décadas. Adiós a Joy Division, hola a los Simple Minds más hiperbólicos. Incluso al Peter Gabriel teatral de Genesis, cuyos ecos se intuyen en Am I really going to die. Y no por casualidad: Ragworm, en su apoteosis sonora, despliegue de sintetizadores y quiebros rítmicos, se aproxima mucho a los postulados del pop sinfónico.

 

Para avalar el espíritu tenebroso de White Lies (un nombre simpático desde siempre: la blancura, en su caso, es la mayor de las mentiras), la voz grave y enfática de McVeigh sigue aportando un crédito sensacional. En Blue drift agudiza su vena melodramática, mientras que I don’t want to go to Mars se erige en lo más desprejuiciado y bailable del lote. Los discos de White Lies servían hasta ahora para hundirse en el sofá y sentirse abrumado por el peso de la vida y sus circunstancias. Ahora que los chicos intentan no desmoronarse les ha salido, más que un álbum al uso, un poderoso complejo vitamínico. Escúchese en el salón y a volumen elevado para desperezarnos el alma.

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