Hemos visto crecer a Adele Adkins a nuestro lado, desde la posadolescente deslumbrante pero algo acomplejada de 19 (2008) al gran salto a la edad adulta que pretende ser –o todo apunta en esa dirección– este 30, que testimonia su divorcio de Simon Konecki y la mudanza desde su Londres natal a las mucho más benignas costas de California. Han transcurrido quizá demasiados años desde 25 (2015), un sexenio que permitía barruntar un ligero vuelco estilístico, acrecentado por los severos vaivenes sentimentales, el rejuvenecido aspecto que le proporciona su envidiable nueva imagen con 45 kilos de menos y el salto desde la independiente XL Recordings a la arrolladora escudería de Sony Music. Pero nada de eso sucede, para bien o para mal.
Adele es mujer de hechuras conservadoras en lo artístico, poco amiga de sobresaltos ni mucho menos de frivolidades. Así que no hay grandes chiribitas bailables ni guiños al desparpajo comercial de la sal y la pimienta electrónica, sino más bien todo lo contrario. Adele despliega esa garganta fabulosa en madura plenitud, de eso no cabe duda, y se enroca en la balada como canal preferente para la difusión de confidencias.
No hay nada que objetar, en puridad: 30 es un disco rutilante, con su protagonista en estado de gracia vocal y una alergia evidente a la pirueta innecesaria, a la mera exhibición de gorgoritos. Otra cosa es que echemos de menos una pizca más de valentía, de coraje a la hora de separarse de la red de seguridad. Y más aún si Adkins, tan comprometida con las confidencias, anda inmersa en un periodo tan turbulento como conllevan las rupturas, las custodias compartidas y la excitación que puedan conllevar esos nuevos amigos especiales. Quizá nuestra carismática londinense atraviese por un momento de encrucijada vital, pero esta vez es poco efusiva a la hora de plasmarlo.
Encierra grandes momentos este 30, sin duda, empezando por el tema inaugural, Strangers by nature, y el rutilante epílogo, Love is a game. Los dos suenan a puros años cincuenta, el primero en la línea de Ella Fitzgerald y el segundo como una versión sobria de Amy Winehouse. Y puede que ese sea el encomiable objetivo último de Adele, el que erigirse en una Winehouse comedida. Por eso se entiende mal, muy mal que salpique My little love con extensas peroratas extraídas de las terapias con su hijo, Angelo, para superar los traumas de la separación. Se emborrona así un tema que podría ser un primor de r’n’b con epílogo orquestal, aunque al menos cogemos con más ganas los tres cortes siguientes, los más cálidos de la entrega: Cry your heart out tiene un cierto pulso jamaicano, aunque sea desde la prudencia y la moderación marca-de-la-casa; mientras que Oh my God nos coloca en la tesitura más tórrida que le conocíamos a la muchacha (bien por ella, bien por nosotros) y Can I get it es lo más divertido y christinaaguilerizable de la entrega.
Los discos demorados tienden a decepcionar, porque rara vez el repertorio es tan deslumbrante como para justificar una ausencia desmesurada. Seis años, sin ser una eternidad, sí son los suficientes como para que la parroquia fiel pero no seguidista confiase en un álbum más abrumador. 30 nos acompañará a lo largo de los años, de acuerdo, porque Greg Kurstin o Dean Josiah Cover son coautores muy solventes y la incorporación del joven y muy brillante Tobias Jesso Jr. aporta un baladón rutilante, To be loved. Pero siendo Adele Adkins una artista de primera magnitud, nuestro nivel de exigencia también debe incrementarse. Y parece claro que el álbum definitivo de la autora de Rolling in the deep todavía está por llegar.