Alberto Alcalá sigue siendo un secreto, pero debería figurar entre los clamores. Hombre de físico menudo, talante contemplativo y propensión por el formato humilde y la sala pequeña, todo ello no debería ser óbice para que este segundo disco le coloque donde merece: en el disparadero.

 

Alcalá no sabe de ademanes, aspavientos ni premuras, y ha tardado seis años en prolongar Ensayo y error (2013), más tiempo del que recomiendan la prudencia o, como mínimo, la mercadotecnia. Pero no hay más que escuchar Balanza para comprender que el antequerano recela de esta sociedad hueca en la que la “barbarie con modernidad” puede “digerirse en cómodos plazos”.

 

Todo lo que ya sabíamos sobre él se asienta en estas diez nuevas páginas: la canción aflamencada y a flor de piel, esa guitarra española que hace sonar con la nitidez finísima de quien se sabe más instrumentista que mero acompañante; la voz cálida y henchida de ternura, con la vibración y la arena justas. Escucharla en Negro, única pieza en formato de guitarra y voz, equivale a derretirse.

 

Sabíamos de la buena mano de Alberto con el lápiz y el verso, pero el nivel poético de esta hornada es extraordinario, a ratos machadiano. A nadie le recordábamos líneas como “A esa hora yo estaría / me imagino, incinerando / mis trajes de altanería / antifaces de sábado” (Aviones). Graná sería un éxito clamoroso en manos de cualquier artista mediático (Miguel Poveda, imaginemos) y Modales representa un retrato sencillamente memorable, entre sardónico y antropológico, de una familia andaluza venida a más. Producen dos grandes, Gonzalo Lasheras y Leo Minax, y la huella iberoamericana aflora en Temblor o Provincianita. Pero el grande aquí es Alberto. Como él lo dice bajito, lo amplificaremos nosotros a viva voz.

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