Durante las semanas más crudas del confinamiento, el nombre del pianista pontevedrés Alberto Vilas salió a la palestra por su decisión de compartir a diario la creación de nueva música a través de las redes sociales, enésimo ejemplo de tantos ejercicios de generosidad a los que, en nuestra condición de ciudadanos, nunca podremos estar suficientemente agradecidos. Pero antes de todo aquello, Vilas ya había ultimado un trabajo de piano solo, el primero que firma en estricta primera persona, y que ahora se erige como una de las obras más delicadas, primorosas y exquisitas que haya podido ofrecernos la escena jazzística peninsular a lo largo de un año tan crudo como 2020. Porque este Naialma no alcanza la categoría de vacuna –todo se andará: las propiedades curativas de la música son casi insondables-, pero sí de parapeto. De refugio frente a la tormenta, si preferimos la nomenclatura dylanita.

 

Conviene descubrir cuanto antes a Vila, natural y vecino de Redondela, donde nació en 1970 y ha invertido cuatro de estas cinco décadas absorto frente a las teclas del piano. El formato de librodisco de Naialma, precioso y cuidadísimo, permite conocer algunas de las andanzas de este músico, pero casi son más precisas como autorretrato las 12 páginas musicales que incluye, reflejos de minuciosidad y sosiego. Porque Alberto no es que mida cada nota, sino también, o casi más, cada silencio. Y es en ese gusto por el espacio, por la holgura y la hondura, donde radica la trascendencia profunda y sutil de esta colección.

 

Proviene Vilas de la enseñanza clásica de Conservatorio, y bien que se nota en sus derivadas ocasionales hacia el romanticismo o el impresionismo, de Chopin a Satie. Pero Naialma (neologismo que enlaza a “alma” el término gallego para “madre”) es un ejercicio delicioso de piano jazzístico y profundamente intimista, grabado en el calor del hogar durante un periodo dilatado, “entre el solsticio de invierno de 2018 y la vendimia de 2019”, pero madurado en lo más profundo de su imaginación durante tres o cuatro años más. Porque este es un disco de interior, sin duda. Retraído. Meditado. Reconcentrado. Quintaesencial.


Imposible optar por la indiferencia ante la exquisita balada inicial, Daría un mundo, o las conmovedoras disonancias de Nana para Aylan, melodía bella que se vuelve turbia y pesadillesca a medida que el recuerdo de aquel niñito muerto a orillas del mar simboliza las más crudas y terribles paradojas de nuestra avanzada civilización occidental. Ninguna melodía tan bella, quizá, con todo, como la de No reverso do universo, que va caracoleando de una a otra tonalidad sin que acertemos a sospechar por dónde va a discurrir el camino. O ese Valsa da esperança ante el que, al parecer, el hijo pequeño del autor exclamó, al parecer, un espontáneo “Papá, esto es insuperable”. Y ya se sabe que los niños nunca mienten.

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