La libertad, la verdadera y auténtica, era esto: hacer lo que a uno le viene en gana, guardarle fidelidad a tus impulsos, ser nada más (y nada menos) que tú mismo. La bilbaína Amaia Miranda anda embarcada en esa aventura temeraria desde hace al menos un lustro, y a la altura de su tercer álbum en solitario puede cantar victoria, aunque su grito triunfal siga alcanzando por ahora los oídos de poca gente. Da lo mismo: la viralidad no es nada si la comparamos con la coherencia, el orgullo y el amor propio, y de todo ello puede impartirnos Miranda unas cuantas lecciones magistrales con estas canciones mínimas, íntimas, absortas y de generosa belleza. Canciones autocontemplativas que celebran la inspiración, el amor y el mimo, canciones por el respeto y la concordia. La empatía, a voz y guitarra, esbozada en unos cuantos garabatos sobre el papel pautado.

Incorporada ya a la treintena, esta vizcaína del 93 venía avalada por dos trabajos previos muy cálidos y entrañables, Cuando se nos mueren los amores (2022) y Mientras vivas vibra (2024). Este tercero incorpora a Nacho Mur, de La MODA, en su cada vez más cualificada faceta como productor esmerado (pregúntenle a Luis Fercán) y generador de ambientes confortables como una cabaña que nos brinda cobijo frente a la ventolera que azota el bosque. Y hay algo, o mucho, de esa sensación doméstica en estas tomas tan acústicas y cercanas, en esa manera de cuidar el sonido de las acústicas (y ocasionalmente eléctricas) de la bilbaína, acompañadas fugazmente en Entre mi sangre y el llanto por la mandolina de Mur, que también se atribuye en los créditos los sonidos de «baúl» y «papel arrugado». Así de desnuda y primorosa, en efecto, es la cartografía de Cada vez que te veo…, una declaración de amor no tanto nominal o personal como vital. La traslación a tierras vascas de ese espíritu eremita que alentaba a Justin Vernon para el ya referencial debut de Bon Iver (For Emma, forever ago, 2007), aunque ahora no haya grandes heridas que lamerse ni cauterizar.

Los ecos del trovador de Wisconsin pueden ser un referente en el ideario de Amaia, pero no sería extraño encontrarle vinilos de José González o Iron & Wine en su estantería. A diferencia de ellos, tenemos la suerte de escucharla alternando castellano y euskera, convirtiendo la guitarra en prolongación de su propia corporeidad, cantando bajito para resonar muy fuerte en nuestras entrañas. Solo bajo esos parámetros podría una cantautora peninsular invocar el espíritu de una autora como Gloria Fuertes, cuya voz y versos resuenan en Lo que pasa es que te quiero y la antes mencionada Entre mi sangre y el llanto. Nada es común aquí, pero este viaje, fugaz y verosímil, es de los que encuentran en la memoria un acomodo duradero.

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