Tiene algo de golpe en la mesa esta liturgia con los enchufes adaptados para el alto voltaje que oficia Antonio Hernando, un todavía joven pero ya perseverante candidato a la gloria del rock peninsular que aquí protagoniza una suerte de nuevo nacimiento. La liturgia implica ceremonia y también reverencia, un respeto a la materia dirimida como solo merecen las grandes deidades del rock. Y este jiennense no es monoteísta, pero sí irreprochable a la hora de escoger a los divinos integrantes de su altarcito particular: Elvis, Neil Young o Dr. John, al que tiene el buen gusto y los bemoles de dedicar uno de sus temas (Bye, Doctor). Y, ante todo, Dylan. Siempre Dylan. Evidentemente.
Destila tanto amor por el oficio y la vieja escuela el bueno de Hernando que no podemos sino sonreír y saludar con una reverencia cortés. La producción desde Asturias de Miguel Herrero es de una exquisita ortodoxia clásica, un voto renovado de fe hacia las válvulas, los cachivaches analógicos, la vieja escuela. Incluso la inclusión de un bello texto explicativo en la contraportada (bien por Miguel López, el vanmorrisoniano autor de Viaje a Caledonia) es un guiño delicioso a tantos vinilos de los años sesenta que se presentaban ante sus futuros propietarios con el don de la palabra, una costumbre ahora abandonadísima y aquí recuperada. Pero lo más importante es, claro, el crepitar de las guitarras eléctricas y su pertinente salpimentado a base de trompetas, fliscornios o los ocasionales saxos de Dani Herrero. Y, a modo de guinda para el pastel, esos coros femeninos de las autoproclamadas Las Tipitinas, una tripleta sazonadora con la ilustre Aurora García (Aurora & The Betrayers) como ariete destacado.
Faltarían ya solo las canciones, y entre las 11 que integran La liturgia eléctrica las hay muy buenas. Cosas del oficio, evidentemente: Antonio lleva en danza desde que en 2010 se concedió el capricho de grabar en Oxford su Haciendo ruido, primera muesca para la canción de autor en una trayectoria que incluye sus años al frente de La Banda del Trapo (antes, Petete & La Band, hasta que los dueños de la marca de aquel “libro gordo” les obligaron a rebautizarse), la licantropía de Los 30 aullidos de Antonio Hernando (2017), la pasión folclórica mediterránea en El viaje infinito (2019) y hasta un divertimento de versiones, Entre Bleecker y Bourbon Street (2020) concebido y registrado en plena pandemia para hacernos más llevadera la pesadilla.
Ahora le ha llegado el momento de aguzar ese deje rugoso de la garganta, de afilar el lápiz y acentuar estos autorretratos de un inadaptado a los tiempos modernos. Y de rubricar uno de los grandes himnos de la canción rock de la temporada, ese Perdido en el que busca indulgencia para sí mismo y sus semejantes: “No te creas diferente de la inmensa minoría, pues es normal sentirse a veces perdido. Como al inicio del camino”.
Hernando es un observador estupefacto al que le repatea la liturgia tecnológica (El aguacero) y que solo le canta al amor, muy ocasionalmente, para diferenciarse de esos “demasiados ripios sobre abrazos rotos” (Santos y sicarios) que afloran en cada esquina en este universo superpoblado de autores perezosos. Antonio se toma y nos toma muy en serio. Pocas bromas, mucho oficio. Y el rock y la canción como las dos caras de una misma religión. Cómo no ser practicante en esa misma fe.