A veces suceden cosas esperanzadoras. Pongamos por caso, la rehabilitación de Bill Pritchard, eterno Guadiana del pop británico más exquisito, un hombre con tendencia a la dispersión e impredecibilidad. Pritchard eclosionó contra pronóstico a finales de los ochenta, dejó pasar casi todos los noventa en blanco y ahora parece recuperar la forma y las buenas costumbres. Midland lullabies es su tercer disco en cinco años y acaso el más hermoso de todos ellos; como mínimo, el refrendo de que estamos ante uno de los urdidores de canciones con más estilo y encanto que han dado las islas, por mucho que, misteriosamente, nunca haya ejercido de profeta en tierra propia. Bill es mucho más conocido en Francia y otros puntos del continente (a ver si espabilamos por aquí) que por el Mar del Norte, una circunstancia difícil de concebir cuando este caballero nos trae a la memoria a Stephen Duffy (Lilac Time), Blue Nile o Roddy Frame (Aztec Camera): referencias excelsas. Pero si escuchamos Lullaby, Mother town o Thanks, con un aire no muy alejado de Lennon, comprenderemos que no hay ánimo de hipérbole. Bill escribe apegado al piano como instrumento acompañante; despliega una voz adusta, entre áspera y enternecedora, y enamora con su serenidad de hombre adulto, con la aceptación del bagaje de esos 55 años vividos con la mirada atenta. Porque la vida es una experiencia agridulce, pero calurosa, y es una suerte contar con cronistas de lo cotidiano que así lo atestigüen. Escuchemos Grow, musitada meditación sobre el paso del tiempo a ritmo de vals. “Cuando no pueda correr, vagaré tranquilamente en torno a los recuerdos que creamos y crecieron”, nos explica Bill sin aspavientos. Pero para nosotros se nos hace difícil escuchar y no sobrecogernos.