Era tan terriblemente acartonada la portada de Western stars y tan flagrantes las decepciones de sus adelantos, en particular ese Hello sunshine que parece una fotocopia ramplona de Everybody’s talking (Nilsson), que la llegada del anunciadísimo nuevo elepé de Springsteen despierta una mezcla de curiosidad, esperanza y pavor. Siempre cabe esperar alguna aportación alentadora por parte de uno de los trovadores fundamentales del último medio siglo, pero no acompañaban ni los indicios ya referidos ni menos aún los antecedentes: estas Estrellas del Oeste retoman cinco años después una discografía que con High hopes (2014), un batiburrillo desnortado y casi sonrojante, había alcanzado sus mayores cotas de mediocridad; pero Wrecking ball (2012) ya era muy irregular y Working on a dream (2009), demasiado circunstancial, casi una colección de postales bondadosas para celebrar el advenimiento de la administración Obama. En realidad, solo en Magic y en los homenajes a Pete Seeger (2006) ha brillado con toda su luz The Boss en lo que llevamos de un siglo donde sus mejores canciones son las de The promise, aquel maravilloso álbum paralelo a Darkness on the edge of town (1978) que nunca salió del cajón hasta 2010. Pues bien, Western starsabona las sospechas más escépticas y refrenda la condición de disco romo, vacuo, anodino, carente de pellizcos o alicientes, incapaz de sacudirnos la intensa sensación de letargo que se apodera de la estancia desde la inaugural Hitch hikin’. Y es asombroso que a sus 69 años, con un bagaje colosal y docenas de canciones para la historia, Springsteen no solo rebañe con desesperación en el tarro de las esencias sino que carezca de un colaborador lo bastante cercano y honesto como para mirarle a la cara y advertirle del soberano tropiezo en que este álbum se convierte durante muchos de sus pasajes. No hay ningún problema, solo faltaba, en que Bruce pruebe con arreglos de cuerdas y orquesta, pero el resultado no es tanto de soft-pop de los setenta como de música para telefilmes. Si alguien soñaba con un acercamiento springsteeniano a America o incluso a Seals & Crofts, hará bien en irse despertando. El motivo último por el que el Jefe sigue confiando en Ron Aniello como productor, teniendo en cuenta que su firma también avalaba High hopes, entra dentro de los grandes misterios de la canción contemporánea. Pese a la abundancia de clichés en las composiciones, cabe sospechar que Chasin’ wild horses o Drive fast tendrían motivos para emocionarnos con otros ropajes, con algo menos de lounge y una pizca más de hondura. No es así, por desgracia. A Springsteen le bastarán siempre sus siete primeros álbumes, sin excepción, para ejercer como ídolo venerable, pero la sucesión de borrones en su historial comienza a resultar ingrata. Y nos descubrimos pensando que el año que viene, de vuelta con la E Street Band, quizá cambie esta cantinela. Pero nuestras esperanzas al respecto se vuelven cada día más tímidas.

 

 

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