El madrileño Lucas de Laiglesia ya refrendó su condición de espíritu libérrimo con Tragedia española (2020), un debut no solo notabilísimo sino también premonitorio hasta el desasosiego: publicar en la terrible primavera de aquel año un álbum con semejante título y un primer verso que aludía a la muerte y la “epidemia universal” le convirtió en el mayor Nostradamus del que teníamos noticia en la historia del pop español. Dos años y pico más tarde, este regreso discográfico refrenda no solo la singularidad del veinteañero madrileño, sino también su naturaleza ingobernable, atrabiliaria e irredenta. Hijos del divorcio es un gran álbum que podría ser aún mejor si su firmante hubiera evitado ciertas extravagancias disparatadas que habrá consumado en contra del criterio de amigos, responsables discográficos o cualquier otra persona que le aprecie mínimamente. La primera y más flagrante, abrir el trabajo con dos minutos de monserga a cargo de un coro infantil que aborda, tutelado por un piano más propio de una clase de solfeo, la pieza titulada El coro de los hijos del divorcio.
Tal y como lo oyen.
Sí, ya lo sabemos. El coro es una autoparodia, un flagelo con el que nuestro protagonista ingiere su propia medicina vitriólica desde el párrafo inicial: “Lucas, deja de pensarlo / Nadie quiere hacerte daño / No eres el centro del mundo / es que no importas tanto”. Pero hay en la materialización de la burla un ingrediente irritante, el mismo que provoca ese autotune absurdo en Solo y sin ganas o en la monótona Ochentas & ojeras. A partir de ahí, nos quedan nueve cortes para disfrutar de un tipo trágico, cruel, burlón, divertido y muy hábil en la disección de patetismos propios y ajenos. Un chaval lúcido que vuelve a hilvanar un elepé más o menos conceptual, esta vez sobre cómo las miserias que nos anteceden (“Aprendemos por las malas, copiamos a nuestros padres”, proclama en Llamamiento) repercuten en el daño que nosotros mismos acabamos infligiendo.
Lucas puede ser a la par melancólico y radiante (¡Ya no puedo más!), incluso rockero urbano con capacidad para la radiografía generacional (Sálvese quien quiera). Es un tipo trágico y gracioso a la vez. Y, más allá de su apego por la negritud (Mundo cruel, la tecno En la oscuridad, ese Ángel triste que le convierte en un Mikel Erentxun indie), es capaz de hilvanar un homenaje tácito a The Cure con la extraordinaria El malo final. Perversa como el propio artista, capaz de caricaturizarse como “el clon sin gracia de Robert Smith” al tiempo que termina esbozando un cántico casi, casi esperanzado.
Hay que quererle a Lucas tal y como es, sin duda. También con ese prurito, tan consustancial, por la extravagancia. A cambio, Hijos del divorcio regala inesperadas guitarras saturadas (Déjales entrar) y hasta un inesperado himno con ribetes de synth pop para Estrella. Que no deje de ir por libre, por favor.