El eterno e irrepetible David Robert Jones acreditó su condición como uno de los ocho o diez artistas más influyentes en toda la historia de la música popular hasta el último de sus días, una afirmación que no tiene nada de metafórica a poco que recordemos cómo la conmoción de su fallecimiento, el 10 de enero de 2016, aconteció unas pocas horas después de que viese la luz su álbum Blackstar, una obra maestra casi póstuma que nadie fue capaz de advertir como canto del cisne cuando llegó íntegramente hasta nuestros oídos. Acababa de cumplir Bowie 69 años y la enfermedad ponía un punto final injusto y precipitado a una obra colosal de la que, a diferencia de lo que las pautas biológicas suelen imponer, su último tramo resultó ser uno de los más prodigiosos. Porque el Bowie maduro del siglo XXI se prodigó poco, pero dejó cuatro álbumes en estudio tan soberbios que nos costaría un mal trago categorizarlos en orden de excelencia: el ya mencionado Blackstar, el enorme y a veces infravalorado Heathen (2002), el más liviano pero amenísimo Reality (2003) y aquel regreso apoteósico que nos brindó The next day, aparecido de sopetón a principios de 2013 como uno de los secretos mejor guardados en los anales del rock.
La caja que ahora nos ocupa es la sexta y última en la colección de volúmenes integrales ordenados cronológicamente, un tesoro irrenunciable para completistas que vuelve a tener en esta entrega muchos ingredientes lo bastante tentadores como hacerla poco menos que irrenunciable. La obra comprende ¡13! cedés (o 18 elepés, si nos decantamos por el vinilo), de los que ocho ya constarán en la discoteca de cualquier bowieólogo: los cuatro álbumes mencionados, los dos sabrosos epés que complementaron los dos últimos (The next day EP y No plan EP) y el doble álbum en directo A reality tour, registrado en noviembre de aquel 2003 en Dublín y con no pocos momentos de éxtasis. Pero a ese material ya publicado en tiempo y forma se incorporan ahora dos auténticas golosinas: el doble Montreux jazz festival, una actuación acontecida el 18 de julio de 2002 que nunca había visto la luz hasta este momento; y, sobre todo, la fabulosa triple entrega Re: call 6, que comprende 41 grabaciones poco divulgadas, ignotas, raras y hasta rarísimas. Las tomas alternativas, remezclas o ediciones abreviadas para la radio de los singles tienen un interés solo relativo, como de costumbre, pero las caras B resultan sencillamente fascinantes. Y no son pocas.
El caso más paradigmático lo encontramos a buen seguro con Wood Jackson, una de las primerísimas canciones, si no la primera, en la era de Heathen. La no inclusión final en el álbum es casi inexplicable; quizá David encontrara demasiado desconcertante que el instrumento que guía la canción fuese un órgano, pero el resultado es fabuloso. When the boys come marching home o Safe son también caras B muy atractivas. Los añadidos en la época de Reality comprenden la obsesiva Fly, Queen of all the tarts, una insólita versión de Love missile F1-11 (¡de Sigue Sigue Sputnik!) y la ingeniosísima intersección entre el clásico Rebel rebel y la entonces recién editada Never get old, un cruce que acaba denominándose Rebel never get old. Pero lo mejor de aquellos meses, y casi de toda esta caja, es la maravillosa y muy desconocida lectura de Waterloo sunset, de los Kinks. Superen eso: uno de los mayores genios del siglo cantando una de las mejores páginas de Ray Davies, otro personaje para la estratosfera.
En esos tres álbumes para la sorpresa y la arqueología hay incursiones cinematográficas, como la travesura de ciencia ficción (She can) Do that (para la película Stealth, la amenaza invisible, de 2005) o la reinvención de Rebel rebel para Los ángeles de Charlie. Hay colaboraciones fabulosas junto a artistas mucho más jóvenes; en particular, Saviour, a dúo con Kristeen Young, y la soberbia Isnt it evening (The revolutionary), escrita a medias junto a Earl Slick y que puede competir sin complejo con lo mejor del álbum Reality. Y están, en fin, los dos cortes en directo con sus ilustres admiradores Arcade Fire o una versión en directo de Arnold Layne, del bueno de Syd Barrett, de la mano del guitarrista David Gilmour.
Todo este material poco trillado, o más bien inaccesible, merece muchísimo la pena y revaloriza una caja apuntalada con un libreto irreprochable de tapa dura, unas 150 páginas de extensión y comentarios pormenorizados a cargo del productor Tony Visconti, muy probablemente el hombre que más trabajó junto al genio y mejor acabó conociéndole y comprendiéndolo. Un artefacto como este I can’t give everything away requiere de una economía saneada para incorporar a nuestra colección particular, ya se sabe, pero en este caso nos movemos en precios sensatos que nada tienen que ver con el disparate obsceno que en ese sentido ha sido Tracks II, de Bruce Springsteen, un ejemplo que nunca se debería repetir. Supimos desde el primer momento que Bowie apuró sus últimos meses con Blackstar y que apenas existían composiciones que no conociéramos de él, pero todos estos rescates del archivo son tan adictivos como buena parte de sus dos docenas de elepés originales.