Todo sucedió al ralentí, casi en diferido, en torno al bueno de David Gray. Hoy podemos recordar este álbum como una pequeña conmoción, pero aún más curioso resulta apurar los mecanismos de la memoria y reparar en un par de detalles. Primero: aún más impactante que descubrir a Gray con White ladder fue caer en la cuenta de que contaba ya con tres muy interesantes álbumes anteriores (Flesh, de 1994, es fantástico), de los que muchos no tuvimos constancia hasta su reedición a principios del nuevo siglo, con renovadas presentaciones en blanco y negro. Y segundo: aunque esta Escalera blanca vio la luz a finales de 1998, casi nadie se percató de su existencia hasta más de un año después, cuando el boca/oreja se hizo imparable (las cosas, en el mundo anterior a los grandes sanedrines virtuales, sucedían mucho más despacio: era “la vida a cámara lenta”, como el título del álbum que nuestro protagonista publicaría allá por 2005).
Los primeros en dar la voz de alarma fueron los irlandeses, y a partir de ahí llegaría el runrún finalmente ensordecedor, sobre todo después de aquella enfática reseña en el Times: “Este es un disco cuya mera existencia te hace la vida mejor”. Suena solemne, pero el tiempo no ha hecho sino refrendar la valía trascendental de White ladder.
Era un disco grabado en el apartamento del propio Gray, casi con la única ayuda de la batería, teclados y segundas voces de Craig McClune, un lugarteniente que a menudo aparece acreditado solo con el apelativo “Clune”. Y sirvió a muchos para familiarizarnos con el neologismo folktrónica, un término descriptivo e ingenioso que refleja la asombrosa convivencia, esta vez pletórica y enriquecedora, entre pasión y maquinitas. Porque el de Cheshire es, ante todo, un autor temperamental; un extraordinario contador de historias que enfatizaba, sobre todo, con esa voz torrencial y rasposa, pero también con el empaque de unas chiribitas electrónicas que nunca nos reconciliaron tanto con la tecnología.
Gray había sido telonero de Radiohead, nada menos –¡pese a lo cual seguíamos sin saber de él!–, pero también de Dave Matthews. Y todo ese bagaje eclosionó en Please forgive me, Babylon, Sail away, My oh my. Canciones tan enormes que el tiempo no ha conseguido erosionarlas, sino acaso darles una valía aún más angular. Como a esa versión paradigmática de Say hello wave goodbye, de Soft Cell, aderezada con unas frases finales prestadas de dos clásicos enormes de Van Morrison: Into the mystic y Madame George, nada menos.
Al final, todas las piezas encajaban, también en el capítulo de baladas (¡This year’s love, por favor!). Tardamos en dar con él, pero a David podemos aplicarle aquel viejo verso sabiniano: “Apenas llegó, se instaló para siempre en mi vida”.
Desde luego, me ha ido acompañando y son ya 24 años de su lanzamiento, yo alucino. Ha envejecido muy bien.
Discos así no tienen fecha de caducidad. Muy de acuerdo, Carlos 😉