En los nada disimulados esfuerzos del sello RCA por exprimir hasta la última nota de Elvis Presley registrada en sus archivos, la restauración de este concierto del 14 de enero de 1973 en el Honolulu International Center Arena, famosísimo en su momento y más bien olvidado a lo largo de las décadas sucesivas, es uno de los esfuerzos más justificados y encomiables. El Rey fue de los primeros y pudo pasar a la historia como uno de los más grandes, pero su indiscutible aureola mítica se ha visto siempre enturbiada por la multitud de bandazos y decisiones erráticas que se le acumularon en la hoja de servicios cuando regresó del servicio militar, nada más comenzar el año 1960, y fue perdiendo sucesivamente todos los trenes de la década más trascendental y transformadora en la historia de la música popular. Pero la primera mitad de los setenta es absolutamente reivindicable en la obra del héroe de Tupelo, y esta archisonada visita al archipiélago del Pacífico fue uno de sus momentos culminantes.

 

Es bien conocido que, tras su rehabilitación televisiva de 1968 (relatada con minuciosidad y encanto, ya saben, en la película de Baz Luhrmann), Elvis sacó pecho y bien pudo volver a reinar si su pacato y muy tóxico gurú, el coronel Tom Parker, no se hubiera empeñado en limitar el radio de acción a los Estados Unidos. Pero la visita a Hawái, de la que se debería haber conmemorado con mayor agilidad de cintura este quincuagésimo aniversario, se convirtió en un evento de alcance planetario por aquella histórica retransmisión vía satélite –una tecnología que en aquel momento bordeaba casi el epígrafe de la ciencia ficción–que le alegró la vida a más de mil millones de personas. En puridad, nada de lo que ahora ofrece esta espléndida caja de tres cedés y un blu-ray es estrictamente inédito, pero pone orden y aporta coherencia a un material de gran valor y ubicación muy deslavazada: a la edición en CD del doble elepé original se le habían amputado media docena de canciones, el documento audiovisual íntegro se había vuelto inencontrable y las añadiduras de los discos 2 y 3 (el ensayo general de dos días antes y unas curiosas grabaciones, ya sin público, una vez finiquitado el espectáculo) había que rastrearlas en distintas antologías y cajas recopilatorias.

 

La edición completa de estos álbumes adicionales está más enfocada al completista incorregible, puesto que existen pocas diferencias (y casi ninguna mejoría) entre los ensayos y la materialización final, mientras que los 16 cortes del disco tercero en realidad ofrecen ensayos reiterados, a veces inconclusos, en torno a cinco canciones distintas, aunque la doble lectura de la maravillosa Early morning rain, de Gordon Lightfoot, se vuelve adorable. Y marca la principal característica de este espectáculo: el empeño de Presley por volverse un artista contemporáneo, orillar buena parte de sus grandes éxitos “de siempre” y demostrar su tacto primoroso con piezas mucho más actuales, como sucede durante el concierto con Something, de George Harrison, An American trilogy (Mickey Newbury) y el sorprendente homenaje a James Taylor a través de su Steamroller blues.

 

Puede que aún más meritorio fuera la osadía de incluir en el repertorio My way, en un momento en que Sinatra ya había inmortalizado esa pieza, a través de Paul Anka, como una de las grabaciones más imborrables del siglo XX. Presley la registró en el estudio en 1971 y no tuvo coraje para publicarla en vida (no la conoceríamos, de hecho, hasta 1995), pero sobre el flamígero escenario sí fue capaz de insuflarle un coraje acaso superior al que quintaesenciaba La Voz. En general, la presencia de la rocosa TCB Band (ya saben, las iniciales de Take Care of Business, el muy prosaico lema de su jefe en aquellos años finales), siempre con el espléndido guitarrista James Burton al frente, proporciona momentos cálidos, robustos y solventes; aun dejando amplísimo margen a Elvis, al que jamás cuestionan la hegemonía, refrendan su aplomo en el gran éxito del momento, Burning love, pero también en la incursión en el exitazo de Chuck Berry Johnny B. Goode o en la sentidísima lectura de I’m so lonesome I could cry, gran clásico de Hank Williams que presenta, no sin motivos, como “probablemente la canción más triste que haya escuchado nunca”.

 

Presley sangraba a través de firmas ajenas en su herida propia, y en eso siempre fue único. También en aquella noche que bien merece descubrir ahora o recuperar en la memoria, puesto que muy probablemente la habíamos sepultado bajo una montaña de recuerdos.

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