Aviso a los despistados: a Francis Lung ya nos lo encontramos hace un par de veranos, cuando debutó bajo este alias con uno de esos álbumes pequeños, íntimos y encantadores que conviene no extraviar cuando lo archivamos en la estantería. Por refrescarnos la memoria, nuestro personaje responde al nombre de Tom McClung, acredita su centro de operaciones en Manchester (con ocasionales escapadas galesas) y a principios de la década pasada participó en aquella aventura excitante, visceral y fugacísima llamada WU LYF, que se desvaneció después de solo un álbum. Desde entonces, Lung ha sido un eremita canónico del pop, un buscador de melodías perfectas y barrocas que ya deslumbraba con el anterior A dream is U pero que aquí, dos temporadas más tarde, se esfuerza por dejarnos al borde mismo de la ceguera.

 

Miracle es, básicamente, el autorretrato de un hombre ensimismado y ultrasensible que se revuelve contra sus propios fantasmas y los ahuyenta con la medicina del pop más sofisticado y difícil de predecir. Todo aquí está, en síntesis, compuesto, producido e interpretado por el propio Lung, salvo los arreglos de cuerda. Y conviene lanzar un aviso urgente entre los admiradores de Todd Rundgren, Field Music o The Left Banke, porque se van a sentir instantáneamente identificados (de acuerdo, Guille Farré/Wild Honey: tú también te puedes apuntar a la fiesta).

 

A Bad hair day –en síntesis, la crónica de un amanecer resacoso– le bastan 90 segundos para incluir un punteado adictivísimo, una estrofa que parece prestada de Belle & Sebastian y un cambio de ritmo al ralentí en el que parece haber intervenido el espíritu de John Lennon. Y no es una referencia meramente casual, porque Blondes have more fun, pese a su título a lo Rod Stewart, también exhibe aliento beatlemaniaco gracias a unas cuerdas que podría suscribir George Martin, aunque las rubrica Robin Koob.

 

Empty playgrounds, broken swings encarna la faceta más ensimismada, tristona, melancólica y extremadamente bonita, el pop de dormitorio en su esplendor. La voz desvalida de Don’t call me baby resucita el universo de Elliott Smith, pero también podemos acelerar y asombrarnos con los dos minutos exactos, precisos y preciosos de Say so, que no habrían mejorado los Jellyfish de los mejores días. No es mucho más extensa ni menos perfecta Southern skies, pero sucede que el índice de aciertos en torno al centro de la diana es elevadísimo

 

Casi al final, Lonesome no more sirve como conjura frente a los aguijonazos de la soledad sacándole todo el partido a unos violines empapados en lágrimas. Pero aún nos queda el epílogo espectacular, esplendoroso de The let down, un fin de fiesta en el que aflora al fin la sonrisa y donde las guitarras al fin le roban un poco de protagonismo al piano. Un guiño final a la afición, una especie de “Chicos, todo va a salir bien”. Y si no fuera así, nos quedará al menos el consuelo de una colección de canciones tan adorable como esta.

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