Hay discos que podrían describirse a la perfección con apenas tres letras en mayúscula, negrita y cuerpo generoso: pop. Hank Idory, debut homónimo del valenciano Juancho Alegrete, es un ejemplo canónico al respecto. Si Hunky Dory, el álbum de Bowie que sirve para bautizar el proyecto, nos acercaría hasta 1971, con este vigoroso soplo de brisa levantina en la cara podemos retrotraernos más lejos en el calendario, hasta los tiempos de Los Brincos o Los Ángeles.

 

No hay aquí ánimo transgresor ni innovador, no se busca el desconcierto en el oyente sino su goce por vía directa: hechuras clásicas, diez canciones en la franja de los tres minutos, una voz tierna y nada engolada, coros canónicos, dulces guitarras acústicas para arropar punteos eléctricos expeditivos, estribillos que se ven venir y se reciben con abierto alborozo. Transcurre en un suspiro este vinilo que explora la familiaridad y la inteligencia descomplicada, que resulta soleado e irresistible incluso para desarrollar la consabida crónica de amor truncado: Gran angular, que abre la colección, no solo carece de dramatismo sino que se vuelve una cálida fuente de contagio con esos vientos soul que también comparecen en Lo mejor de mí, reafirmación de la primera persona para quebrantos sentimentales. Alegrete explora la candidez de unos versos intencionadamente sencillos y hasta tópicos (“El amor debería llegar a todo el mundo / El amor debería llegar en un segundo”), líneas para interiorizar de una sentada y hacer propias con esa fórmula infalible de luz radiante y tenue nostalgia.

 

Como en la portada, Hank Idory es un álbum limpio y pulcro con una variada pátina de colores como gozoso estallido. Dame una solución o El tiempo siempre miente podrían ser clásicos a poco que los difundamos, igual que Sonodrama encontraría hueco entre los amantes de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán. Hágase la prueba.

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