Alguien capaz de concebir la mera existencia de un oficio de “titulador de canciones” bien merecería, ya solo por eso, cariño, entrega y admiración por nuestra parte. El tercer álbum de los barceloneses Invisible Harvey es precisamente eso, un rendido homenaje a la canción como unidad de medida no ya solo para la escucha musical, sino para el propio equilibrio afectivo, la resiliencia y la capacidad de comprender este mundo extraño en el que nos encontramos irrevocablemente inmersos. Y nada como eso mismo –canción, canción y canción, por parafrasear algún dogma político– para predicar con el ejemplo.
Dimas Rodríguez Gallego, el sin par compositor y guionista que se encuentra al mando de las operaciones, ha desarrollado una habilidad rara y pasmosa para la observación pintoresca. Allá donde todos los demás no verían más que un episodio circunstancial o rutinario sin mayor interés, él es capaz de extraer el carburante preciso para una nueva página de su banda. Hay discos que merecerían ser comprados solo por su portada, y este es el caso: cuatro funcionarios de las dependencias de Titulación, enfrascados en su trascendental tarea tras las máquinas de escribir. Pero aún más incontenible resulta el impulso, aún sin haber escuchado la primera nota, si reparamos en el listado de títulos que consta en la contraportada. Nos esperan joyas como Ahora me escondo en los conciertos, Hay tanta menta en tu mirada, Te perdono, piano o, la mejor de todas, Solo llevo americanas de gente que ha muerto.
Rodríguez asume diferentes disposiciones instrumentales, pero no renuncia bajo ningún concepto al violonchelo de Núria Maynou y el violín de Joan Gerard Torredeflot, lo que confiere a su escritura una cierta dimensión entre barroca, camerística y, sobre todo, atemporal. Titulador de canciones admite en las notas de su autor cierta fascinación por el Brill Building, aquel edificio neoyorquino donde tenían sus oficinas Carole King, Leiber y Stoller o Doc Pomus, la más fastuosa fábrica de sueños sonoros que ha concebido el ser humano. Sería pura petulancia pensar que estas 10 piezas parecen nacidas entre aquellas paredes, pero sin duda las alienta la escucha reiterada de genios como Burt Bacharach, entreverada quizás con la de seres frágiles y hermosos como Germán Coppini. La voz desmadejada de Dimas, por si fuera poco, recuerda algo a la del inolvidable intérprete de Malos tiempos para la lírica.
La ternura, la evanescencia, la poesía de lo corriente y lo cotidiano. Todo ello concurre en este disco singular y precioso, raro en su completo desprecio por las modas y la convicción con que deposita su esperanza en una arquitectura sonora de evocaciones añejas. Parece un ejercicio de candidez, pero eso también lo llegamos a pensar en alguna ocasión cuando descubríamos los primeros elepés de Belle and Sebastian. Y la cosa iba muy en serio. Con Invisible Harvey, que toman su nombre de una peli muy simbólica y evocadora de James Stewart, acabará ocurriendo algo parecido. Y bien que nos alegraremos de ello.