Iván Ferreiro ha demostrado una habilidad única para ir a su aire y ejercer como nadie la virtud de la imprevisibilidad. Y esa condición, a la altura de un noveno disco en solitario y superada ya la barrera del medio siglo de vida, se vuelve aún más encomiable. Después del ya lejano Casa (2016), un álbum bien acogido pero algo romo y átono, escaso de fuelle y chispa, el antaño líder de Piratas se ha tomado todo el tiempo que le ha dado la real gana hasta dar forma a su gran obra magna sobre evasión y escapismo, sobre la música como único refugio válido frente a las turbulencias e incertidumbres del mundo exterior y de la vida misma.

 

Trinchera pop es un disco ensimismado, si se quiere, pero de una elocuencia y sinceridad descarnadas, esclarecedoras. Una obra cocinada tan a fuego lento que incluye nutrientes insólitos y necesita un buen puñado de escuchas para acabar de desentrañarse y extraer esa gran conclusión que urge airear: a estas alturas, el vigués ha sido capaz de moldear su obra con seguridad más conmovedora, y acaso también la más rematadamente bella.

 

Asistimos al ensimismamiento de un Ferreiro atrincherado en sí mismo y en sus cosas, en sus versos, hallazgos, neuras personales y vinilos descacharrantes. Ya solo la idea de manufacturar, una por una, la edición limitada en vinilo de Trinchera pop a partir de viejas carátulas reutilizadas de discos viejos y malos, solo válidos para una piadosa labor de reciclaje, se antoja disparatada y luminosa, además de que tal vez propicie una insólita inflación en los círculos del coleccionismo más militante. Pero esa ocurrencia vinílica es solo un chispazo más de un cerebro que parece sacudido por un febril estado de ebullición. Nunca Iván se había mostrado tan predispuesto a abrirse las carnes como en estas 10 canciones concebidas a menudo como autorretratos despiadados, siempre más dispuestos a la sinceridad que al disimulo o la complacencia. Y nunca había sabido conjugar la accesibilidad en una primera escucha con el tupido universo de complejidades, sonoras y conceptuales, que se agolpan en estos 43 minutos fascinantes.

 

El enclaustramiento de Ferreiro en su universo propio ya era fácil de barruntar en ese disco-paréntesis que fue Cena recalentada (2018), la caprichosa recreación de la breve obra íntegra de Golpes Bajos para satisfacción puede que solo de sí mismo. Era una digresión acaso entrañable pero también disparatada, un tributo a unos ídolos adolescentes que nadie más habría avalado en términos de pertinencia o comercialidad. Pero su materialización misma refrendó a Iván en cuanto a talante personalísimo y libérrimo, un pálpito del que Trinchera pop se erige ahora en refrendo deslumbrante. Y en cuya ordenación de ideas no debe de haber desempeñado un papel nada menor Ricky Falkner, productor que ha logrado ordenar el cúmulo de ideas para hacerlas accesibles y adictivas.

 

Trinchera pop juega mucho con la electrónica, pero se torna vivamente orgánico, táctil y palpitante. Ahonda en la idea del reciclaje a partir de los sampleados, un juego que Ferreiro hace fascinante tanto con En las trincheras de la cultura pop –que parte de la fabulosa deconstrucción de la Primavera de Vivaldi a cargo de Max Richter– como en La humanidad y la tierra, formulación políticamente correcta para trastear en torno a la extraordinaria sintonía televisiva de Antón García Abril para El hombre y la tierra, el mítico programa de Félix Rodríguez de la Fuente. En ambos casos, nuestro verso libre vigués adopta un material culto, elevado y distinguido para trasladarlo a su cobijo de pop franco; y en el segundo, además, agrega el delicioso alboroto vocal de Tanxugueiras para erigir un himno eufórico y enloquecido en puro compás irregular. Una locura, sí; pero gloriosa.

 

La transformación popular de material culto también emerge en Los puntos de Lagrange, unas leyes físicas sobre órbitas de cuerpos celestes que a él le sirven como reflejo de insatisfacciones, angustias y desgarros interiores. En contraste, ahí está la belleza serena de Canciones para no escapar, la hermosísima pieza inaugural, que hace las veces de leit motiv para todo el trabajo (la música como refugio, como único ecosistema en el que logramos hacer encajar todas las piezas). O la belleza melancólica, mundana y nuevamente desarmante de Dejar Madrid, crónica geográfica que también sirve como símbolo de mudanzas, claudicaciones y búsquedas de ese lugar, a veces inencontrable, en el que estar de verdad a gusto con uno mismo.

 

Sorrentino –más referencias cultas, esta vez cinéfilas– alimenta el imaginario de La gran belleza y la juventud, mientras que Pinball es la sorpresa enfática y machacona del álbum y En el alambre huele desde el primer compás a clásico instantáneo para el repertorio ferreriano, de aquí al infinito. Ha ido a su aire Iván, más que nunca, y ha conseguido que lo comprendamos en toda su grandeza e insignificancia, en su lucidez y su debilidad. Se ha vuelto tan cercano que su sinceridad desarma, abruma y, en último término, deslumbra. Valió la pena que pusiera en orden sus ideas: Trinchera pop era el disco que nos merecíamos y, sobre todo, que él mismo se merecía.

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