A Javier Bergia siempre le ha gustado ir a su aire, sin atender a modas, sugerencias ni ataduras, y a estas alturas de la película esa tendencia no ha hecho sino acentuarse. Maestro de cantautores dispares (Ismael Serrano siempre le cita como referente, pese a las divergencias estilísticas) y misántropo amante desde hace años de la autoproducción y la gestión libérrima, el madrileño puede permitirse discos tan desenfrenados como “Divina comedia”, un chorreo de 15 canciones con el que algún productor le habría metido sin duda en vereda: más concreción, menos cortes, arreglos más prolijos. Quizá todo ello podría haber hecho de “Divina…” un regreso celebrado con todos los honores, una reconquista de aquellos territorios de (cierta) popularidad que nuestro ermitaño barbado acarició treinta años atrás. Porque Javier pudo o debió ser famoso, sin duda, en aquellos tiempos de la encantadora “Vivir sin ti” o del tema central para una serie televisiva, “Media naranja”, que era realmente avanzada para aquella España de las exiguas primera y segunda cadena que la vio nacer. Da igual. A sus 60 años recién cumplidos, aquel muchacho de la calle Cedaceros aparca por un momento las colaboraciones con Begoña Olavide para regarlarse, y regalarnos, una colección excepcional: lúcida, mordaz, tierna, irónica, deslumbrante, bufa. Se enrabieta con la muerte en “No pienso ir a mi entierro”, coquetea con la ranchera en la desternillante “Benidorm”, saca punta malévola a las amistades femeninas con final desdichado (“Homicidio”, “Diosa vanidosa”), ejerce de jipjopero cómico (“Biorap”) y asume de mala gana el paso del tiempo en la preciosa “Palito de madera”. Quizá el sabio Javier se traía entre manos el disco de su vida. Quizá debiera regrabarlo con más medios y efectivos. Mientras tanto, lo que hay aquí es gloria pura.