Duele. Sigue doliendo aún, varias décadas después, que nos quedásemos para siempre sin Jeff Buckley de esa manera tan absurda. Ahogado por una imprudencia, una mala pata, justo la tarde antes de que comenzara la grabación definitiva del que debería haber sido su segundo álbum, lastrado ya eternamente con ese paréntesis que avisa de que no es una obra definitiva, sino un esbozo. Acongoja perder a los muy grandes, pero más aún si es de esa manera tan precipitada, tan prematura. Nos sucedería 14 veranos después cuando despedimos a Amy Winehouse. Y qué impotencia tan grande genera esa frustrante sensación de no poder saber ya cuáles habrían sido sus derroteros. Sus nuevos destellos de genio. Incluso sus traspiés, las dudas, los movimientos erráticos.

 

Sobran las lamentaciones, pero resultan inevitables a la luz de este segundo disco, que terminó siendo un accidente también fonográfico: reconvertido en álbum doble, con un primer trabajo virtualmente finalizado y otro segundo con demos, grabaciones más esbozadas, alguna relectura del repertorio del primer cedé. Bocetos, más bocetos. El perfil borroso de esta obra, que nunca sabremos en qué habría acabado, la hace destinataria de un cierto distanciamiento; sobre todo porque el único trabajo completamente finalizado de Buckley, Grace (1994), es una de las obras maestras indiscutibles y superlativas de la década. Pero My sweetheart…, superados los recelos (y los muchos años sin revisitarlo), es un disco magnífico. Soberbio. Admirable. Es más. Cuesta comprender por qué Jeff no dio por finalizado y definitivo el repertorio principal. Habría causado sensación, como con el álbum anterior. Y nos habríamos ahorrado esas malhadadas sesiones de grabación que la tragedia abortó antes de que hubieran siquiera comenzado.

 

Lo que hoy conocemos es el álbum que Buckley completó junto a Tom Verlaine (Television) en la producción. Y es magnífico. Verlaine sabía que el perfeccionismo casi enfermizo de Jeff le llevaría a “cambiarlo casi todo”, pero le confesó pocos meses antes de la tragedia: “Lo he vuelto a escuchar y a mí me gusta”. A nosotros también. Witches’ raveNightmares by the sea (y esa forma tan lúbrica de repetir “Very sexy, very sexy”) despiden fuego. Everybody here wants you es una bellísima y muy elegante declaración de amor a su novia, Joan Wasser, de la que entonces no sabíamos nada y más tarde conoceríamos como Joan as Police Woman. Y es imposible no contener la respiración ante la hipnótica New year’s prayer, donde confluyen las obvias fascinaciones por Led Zeppelin (¿un nuevo Kahsmir?) y su adorado ídolo paquistaní Nusrat Fateh Ali Khan.

 

¿Mejor que Grace? Seguramente no, pero ¿qué disco podría haber superado aquello? ¿Se obsesionaría el hijo del también malogrado Tim Buckley con su propia opera prima? Nunca lo sabremos, pero el segundo CD demuestra que nuestro californiano favorito se encontraba en plena eclosión creativa, con la cabeza en ebullición. Y con la mente tan abierta como para para sopesar una versión, inesperadísima y fabulosa, de Back in N.Y.C., de los últimos Genesis en la era de Peter Gabriel. Eras un genio, Jeff: nunca habrá suficientes lágrimas para llorarte.

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