Ni media hora alcanza el minutaje de este tercer disco de Jessica Pratt, pero queda la sospecha de que no nos encontramos ante un caso de racanería o restricciones en el trato con las musas. El carácter radicalmente sucinto de esta obra más parece o eso intuimos una decisión premeditada para invitar a su escucha detallada y promover la reiteración en estos tiempos de atención difusa, intereses fugaces y consumos musicales tan desordenados como fragmentarios. Esa quietud que anuncia el título se refrenda a lo largo de nueve piezas bellísimas, sosegadas, de vestimenta instrumental ínfima y un aire asombrosamente atemporal: estamos ante la obra de una creadora comprometida con su tiempo, pero algún gurú podría persuadirnos de que acabamos de tropezar en algún cajón con un álbum inédito de Cashti Bunyan o Linda Perhacs, desempolvado media centuria después de su grabación furtiva. El ropaje sonoro es aquí tan exiguo (guitarras acústicas, algunas pinceladas de piano y flauta) que puede darnos por pensar en un “Pink moon” para el siglo XXI. Incluso la apertura con una breve pieza sin palabras, “Opening night”, tiene también algo de Nick Drake, aunque su condición pianística sirva para jugar al despiste, igual que la melodía y fraseo casi orientales de la segunda pieza, “As the world turns”. A partir de ahí, la maravilla pastoral: esa sensación de belleza eclosionada en mitad de la noche, de silencio apenas roto por la emoción de una garganta trémula y propensa a las notas alteradas (“Silent song”). Pratt, 31 años, proviene de la Costa Oeste, pero a veces nos hace pensar en una Tracey Thorn del ‘freak folk’: “Here my love” o “Poly blue” parecen maquetas de los tiempos de “Eden”. Solo con su candidez como bandera, Jessica sabe resultar conmovedora.