¿Han visto ustedes la foto de portada? ¿Esos cuellos de camisa, más específicamente? La imagen está datada en este 2020, pero remite sin remisión a los años setenta. Como las canciones de este australiano afincado en Londres, un gafotas delicioso, profundamente reivindicable, que se ha aprendido todas las lecciones del soft-pop (o soft-rock) de los tiempos en que él ni siquiera había nacido.
Sarakula tiene 37 años y una habilidad endiablada para remitirnos a los tiempos en que cotizaba al alza la elegancia, el sosiego, la composición sedosa y compleja, los coros aterciopelados. Los sintetizadores analógicos. Escuchen unas cosas y otras (¡esas segundas voces!) en Game of spies: todo se comprenderá, de inmediato, mucho mejor.
Le sucede a Joel algo muy parecido de lo que ya le descubrimos a Andy Platts, otro jovencito con querencia por la exquisitez retro, en su caso con doble militancia: en las filas de Mamas Gun y como la mitad de los soberbios Young Gun Silver Fox (aunque cueste memorizar el nombre). Sarakula también mira con descaro el referente de Daryl Hall & John Oates, a los que les ha costado décadas un reconocimiento absolutamente obligado. Pero hay alusiones colaterales a otros grandes del gremio, desde Todd Rundgren a Boz Scaggs. Incursiones matizadas en la música disco, como con I’m still winning. Y una muy evidente voluntad de rendir tributo a los grandísimos Steely Dan al llegar a Midnight driver, otro de esos temas de factura sencillamente irreprochable.
Juega, y gana, Sarakula con su mirada al pasado más glorioso y, por ahora, menos reivindicado. Anda ya por su cuarta entrega, aunque hasta los oídos y escenarios españoles solo nos llegó a través del antecesor más inmediato, el ya estupendo Love club (2018). Ahora queda definitivamente claro que aquella inyección de clase y talento no era una carambola. Joel Sarakula tiene toda la legitimidad del mundo para lucir sus camisas demodés.