Venner supuso, justo hace ahora 20 años, una bendita conmoción. Casi nadie sabía por entonces de sus andanzas al frente de la banda Junip (que, en realidad, no se cristalizarían en términos discográficos hasta la década posterior, en 2010) y apenas había trascendido su primer EP, Straight lines (2000), de manera que Veneer representó una puesta de largo súbita e inesperada, una sacudida enérgica a partir de la mayor de las sutilezas. Porque no era normal encontrarse con una obra tan delicada, desnuda y a la vez minuciosa, tan cargada de significados y significantes. Recordarla ahora sirve para revivir un encuentro emocionante, más aún cuando se complementa con un maravilloso segundo vinilo de 13 canciones registrado en directo en su Gotemburgo natal un 11 de diciembre de aquel 2003, pocas semanas después de que el sortilegio de aquel primer álbum hubiera comenzado a expandirse, sigilosa pero imparablemente, por medio mundo.
Nada era común en la figura de González, por entonces un muchacho imberbe y de aspecto retraído con apenas 25 años en el carnet de identidad. Era desconcertante hasta su nombre, hijo de una pareja argentina que había huido del país tras el sangriento golpe militar de 1976 y le había alumbrado, dos años más tarde, ya en suelo escandinavo. La quietud de aquellas composiciones entroncaba, aunque en una versión todavía más austera, con ese movimiento del “Quiet is the new loud” –el silencio es el nuevo griterío– que los noruegos Kings of Convenience habían bendecido como título de un elepé completo apenas un par de temporadas atrás, en 2001. Pero Erlend y Eirik eran dos, mientras que José afrontaba su discurso desde la soledad estricta. Y si los primeros acreditaban unas voces prístinas y sentimentales, la de González albergaba esa misma hondura, esa profundidad casi existencial, que no escuchábamos desde tiempos del irrepetible Nick Drake.
La comparación con el autor de Five leaves left es ineludible durante toda la grabación, pero también, por lo mismo, inequívocamente halagadora. Y el concierto del que ahora tenemos pleno conocimiento refrenda otro factor nada anecdótico: la excelencia deslumbrante de González en su faceta de guitarrista, muy exigente por sus arpegiados velocísimos, los mordentes, la digitación endemoniada. José sale indemne de todo y permite que podamos concentrarnos en lo único de verdad importante, la emoción. Con algunos momentos de belleza indiscutible; en particular, Deadweight on velveteen, Hints, All you deliver o Crosses. Y, claro está, la versión de Heartbeats, de The Knife, que abrió en su día todas las puertas.
Todos esos títulos determinantes del primer LP reviven sobre el escenario del Konserthus ante un público que se adivina expectante y absorto; envuelto en ese hechizo de la cuerda, la voz, la respiración y el silencio. La tutela espiritual de Nick Drake queda explicitada cuando el trovador sueco escoge Cello song, ¡nada menos!, para despedirse de esa audiencia ensimismada. Pero no todo va a ser pura trascendencia. El disco en directo aporta otras dos versiones sabrosísimas, por dispares y pintorescas, que acaban convirtiéndose en uno de los mayores reclamos de esta edición por el vigésimo aniversario. Una de ellas entra más o menos en los cánones de los chicos tristes, un Love will tear us apart (Joy Division) que gana en ternura sin renunciar al dolor original. Pero la otra es una apuesta muchísimo más traviesa, aquel Hand on to your heart que Stock, Aitken y Waterman diseñaron en su día a la medida de la primerísima Kylie Minogue. Es un arrebato de sagacidad y heterodoxia que recuerda a las diabluras de Richard Thompson a partir de, por ejemplo, originales de Britney Spears. Pero es, sobre todo, una demostración de que el veinteañero José González también sabía sonreír y no solo enclaustrarse en la soledad de su habitación.