Hay tipos con la suerte de cara, y eso siempre es un buen punto de partida. Logan Ledger proviene de la costa californiana y desde hace unos años fijó su residencia en Nashvile, y es la intersección de esas privilegiadas coordenadas geográficas la que define su personalidad artística y hasta escénica. A ello hay que sumarle generosas cantidades de talento, un rasgo que también confluye en el caso que hoy nos ocupa, pero el contexto contribuye a la causa general. Y el resultado es, por lo que a este Golden state respecta, uno de los álbumes más rematadamente bonitos que nos ha llegado esta temporada desde territorio yanqui.
De Ledger comenzamos a tener noticias hace tres o cuatro años gracias al providencial olfato de T-Bone Burnett, que le echó el ojo, le fichó para el mítico sello de americana Rounder Records y le calzó el sombrero vaquero para un trabajo homónimo, Logan Ledger (2020), que olía a pasto y a heno, a frescor de la mañana. Ahora quien toma las riendas en esta segunda entrega es Shooter Jennings (Brandi Carlile, Tanya Tucker), otro productor de enorme reputación por aquellas praderas, y el resultado se escora más hacia Laurel Canyon y la franja costera. Logan puede esta vez recordarnos a ilustres prohombres del gremio como Jonathan Wilson, con el que incluso comparte un cierto aire físico; o con el malogrado Dennis Wilson, puestos a dárnoslas de fisonomistas y a centrarnos en un marco temporal, la transición entre las décadas de los sesenta y los setenta, que representan el territorio sentimental que a Ledger mejor representa.
Pero no basta, claro, con el contexto ni la iconografía, aquí apuntalada por ese estilismo básico de chupa vaquera, pantalón de pata ancha y vasta campiña. Ledger apuntala todos estos pálpitos favorables con una escritura intachable, excepcional, y con una profunda voz de barítono que rinde tributo a la herencia sagrada de Roy Orbison (¡ese teatral crescendo al final de I’m not here), compite en la franja joven con las congojas de Marlon Williams y plantea una apasionante pugna con otro geniecillo de reciente irrupción, Orville Peck, aunque en el caso de Logan sin esa pátina arcoíris.
Golden state hace escala en el country de vieja escuela (Obviously, All the wine in California), pero es en su apego por la costa oeste y en toda la imaginería californiana como tierra de sueños vitales y desamparos amorosos donde encuentra su auténtica razón de ser. Where will I go es la balada que John David Souther le habría remitido a Linda Ronstadt si pudiésemos retrasar el reloj hasta mediados de los años setenta. Y, aunque encapsula como pocas ese sentimiento de congoja reconcentrada, no es la balada más espeluznante de la colección: la supera incluso Till it feels right, sublimación de esa figura del enamorado que se queda con un palmo de narices pero no pierde la esperanza de revertir la situación.
Así se nos muestra Ledger: vulnerable y enamoradizo; poético, romántico y profundamente sentimental. Solo recurre a la fórmula de la colaboración para Some misty morning, un dúo con la folclorista de Nashville Erin Rae, así que su principal aliado acaba siendo el pedal steel de su amigo Russ Pahl y un manejo soberbio de las ocasionales secciones de cuerda, que en Golden state, el extraordinario tema titular y de apertura, encuentran un término medio entre George Harrison y Harry Nilsson. No puede pedirse más.