Hay discos que nos reconcilian con nuestro pasado más remoto. No por mera nostalgia, o en ese confiaremos. En los surcos de un vinilo como North of a miracle (“El norte de un milagro”: ¿a alguien se le ocurre un título más hermoso y evocador?) es fácil hallar trazas de unos años pipiolos y absortos frente al aparato de radio, de tiempos para ejercitarse en el coleccionismo de grabaciones apócrifas y lamentar que los grandes conciertos, en semejantes edades y circunstancias, fueran aún eventos de acceso inimaginable. Pero había álbumes que disiparon todas aquellas tendencias precoces a la nostalgia. Y este era uno de ellos, porque invitaba a adentrarse en el noble ejercicio de la complicidad. Porque entraban ganas de parecerse a Nick Heyward –tan brillante y aseado, tan sensible y buenecito– cuando nos hiciéramos mayores.
Los zangolotinos que descubrieron Atlantic Monday a través de las ondas, los mismos que se sintieron mecidos por la cálida nostalgia invernal de Whistle down the wind (“Out the window / Bring me back my rose I gave away”), encontrarían en Heyward una magnífica invitación para adentrarse en los secretos hasta entonces inescrutables del idioma inglés. Tan hermoso y tan evocador; tan rematadamente sonoro y musical, aunque ello en ningún caso justifique el tonto talante impasible con que ahora aceptamos contaminaciones e invasiones. Pero a todos nos habría encantado tener a un chaval como Nicholas Heyward en funciones de hermano mayor de la pandilla. Ese rubito estiloso, tan soñador en la estampa de portada, había sido líder efímero de una banda adictiva, Haircut One Hundred, en la que habían volado los cuchillos: sus compañeros, celosos de que todas las miradas se concentraran en él, le pegaron portazo sin explicaciones… aunque la maniobra solo sirviera para que ellos no volviesen a levantar cabeza. Pero siempre conservarán un hueco en las recopilaciones ochenteras con prodigios como Love plus one, tan intrincado y ascendente, con ese bajo que te golpeaba hasta la euforia.
Y entonces llegó North of a miracle, primer disco en solitario, y todo encajaba. Era tan, tan adictivo que no parecía un álbum convencional, sino una recopilación de sencillos. ¿Cómo renunciar a On a Sunday? ¿Cómo resistirse a la melancolía adorable de Blue hat for a blue day? ¿Quién podría contener la agitación de pies asociada a los metales alborotados de Take that situation?
Todo ha cambiado de 1983 a estos días, empezando a buen seguro por nuestro humor. Tampoco Nick Heyward conservó con los años su condición de rubiales, sino que hubimos de habituarnos a la estampa de un caballero de gafas de pasta y flequillo entrecano. Pero por North of a miracle, haciendo bueno lo de los milagros, no parecen pasar los días.