A Niño de Elche le encanta cambiar el paso, aun a sabiendas de que muy pocos pueden seguirle la estela y de que él mismo, de tanto escorarse por cuantos vericuetos encuentra en su camino, ha acabado embarrancando en alguna ocasión. El cantaor que abjuró del cante jondo, se salió de madre (y padre) y suscribió todo tipo de insólitos tratados bilaterales en la historia de la diplomacia sonora; ese mismo caballero que aireó su condición de “ex flamenco” solo por tocar las narices, el mismo que nunca quiso oír hablar de cánones, tablaos, certámenes, hermandades u oráculos de la ortodoxia, ha aprovechado que los radares de la flamencología le habían dado por imposible para manufacturar el disco acaso más flamenco de los 13 –sí, ¡13!– que llevan ya estampado su nombre en portada.
Sorpresas da la vida. Regresa el flamenco, o algo que se le parece bastante, hasta los dominios de un artista cuasi flamenco al que siempre se le atragantó semejante condición. ¿Por qué? Con casi toda seguridad, porque a don Francisco Contreras Molina le ha dado la realísima gana. Y he ahí uno de los argumentos más irrebatibles cuando es arte lo que se dirime en la fría asepsia de unos estudios de grabación.
Bajo un título tan alambicado como Flamenco. Mausoleo de celebración, amor y muerte, el Niño se expone y va de frente. Bamberas del enamorado refrenda la ductilidad de una voz que emerge como un susurro, sin un solo aspaviento, acariciada por unas guitarras que se ciñen a un arpegiado delicadísimo. Es una letanía de enamorado, pero también un lamento, la premonición de la angustia. El toque de Raúl Cantizano y Mariano Campallo perfila para Alboreá in artículo mortis un pulso tosco y metálico, duro y crudo, tan acerado como acostumbra a propugnar Raül Refree, que por algo es productor, instigador e ideólogo.
En esa fiera dialéctica entre amor y muerte, Contreras Molina reserva un porcentaje significativo del repertorio para la sonrisa y hasta la travesura. Guajiras del alma es una página bellísima y tan sentida como una herida sin cicatrizar, mientras que la pintoresca Farruca amarga adquiere un aire casi bufo, como de jazz manouche. Alegrías y flores se remata con un tiriti tran que Paco traviste en onomatopeya y trabalenguas, en pura mecanografía labial. La deconstrucción era esto y enriquece el discurso, por más que habrá quien encuentre impíos estos arrebatos de personalidad y actitud.
¿Más emociones fuertes? La conmovedora Saeta gitana entre dos hombres, esa que nunca podrán canturrear los mundialistas de Qatar, en la que el de Elche recurre a la vibración bifónica de su garganta. “El flamenco ha muerto”, proclama Paco Contreras en el frontispicio de este decimotercer elepé. Pero él mismo es tan ejecutor como impulsor de su resurrección. Ahí reside su atractivo único y desconcertante, el enigma de sus contradicciones y el enorme valor de esa radical singularidad. Y nada para refrendarlo como convocar a la ubicua y estratosférica Rosalía, que por una vez este año se deja de zarandajas y revive en Seguiriya madre unos tiempos en que la exaltación del teriyaki no formaba parte de su ideario creativo.